“Et dixit eis: Quid turbáti estis, et cogitatiónes ascéndunt in corda vestra? Vidéte manus meas, et pedes, quia ego ipse sum: palpáte, et vidéte: quia spíritus carnem, et ossa non habet, sicut me vidétis hábere…” (“Y les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y se levantan tales pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies; Yo mismo soy: tocad y ved que el espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que Yo tengo”. Sequéntia sancti Evangélii secúndum Lucam 24, 36-47.
“Después de haberse aparecido a María Magdalena, a las demás mujeres, a Pedro y a los discípulos de Emaús, Jesús se aparece a los Once, según nos narra el Evangelio de la Misa.
“Les mostró las manos y los pies y comió con ellos. Los apóstoles tendrán para siempre la seguridad de que su fe el en el Resucitado no es efecto de la credulidad, del entusiasmo o de la sugestión, sino de hechos comprobados repetidamente por ellos mismos. Jesús, en sus apariciones, se adapta con admirable condescendencia al estado de ánimo y a las situaciones diferentes de aquellos a quienes se manifiesta. No trata a todos de la misma manera; pero por caminos diversos conduce a todos a la certeza de su Resurrección, que es la piedra angular sobre la que descansa la fe cristiana. Quiere el Señor dar las garantías a quienes constituyen aquella Iglesia naciente para que, a través de los siglos, nuestra fe se apoye sobre un sólido fundamento: ¡El Señor en verdad ha resucitado! ¡Jesús vive!
“La paz sea con vosotros, dijo el Señor al presentarse a sus discípulos llenos de miedo. Enseguida, vieron sus llagas y se llenaron de gozo y de admiración. Ese ha de ser también nuestro refugio. Allí encontraremos siempre la paz del alma y las fuerzas necesarias para seguirle todos los días de nuestra vida.
“A Jesús le tenemos muy cerca. En las naciones cristianas, donde existen tantos sagrarios, apenas nos separamos de Cristo unos kilómetros. Qué difícil es no ver los muros o el campanario de una iglesia, cuando nos encontramos en medio de una populosa ciudad, o viajamos por una carretera o desde el tren… ¡Allí está Cristo! ¡Es el Señor!, gritan nuestra fe y nuestro amor. Porque el Señor se encuentra allí con una presencia real y sustancial. Es el mismo que se apareció a sus discípulos y se mostró solícito con todos.
“Jesús se quedó en la Sagrada Eucaristía. En este memorable sacramento se contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre, juntamente con el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor y, por consiguiente, Cristo entero. Esta presencia de Cristo en la Sagrada Eucaristía es real y permanente, porque acabada la Santa Misa, queda el Señor en cada una de las formas y partículas consagradas no consumidas. Es el mismo que nació, murió y resucitó en Palestina, el mismo que está a la diestra de Dios Padre.
“En el Sagrario nos encontramos con Él, que nos ve y nos conoce. Podemos hablarle como hacían los apóstoles, y contarle lo que nos ilusiona y nos preocupa. Allí encontraremos siempre la paz verdadera, la que perdura por encima del dolor y de cualquier obstáculo.
“Le pedimos a nuestra Madre Santa María que nos enseñe a tratar a Jesús realmente presente en el Sagrario como Ella le trató en aquellos años de su vida en Nazareth”.
“Después de haberse aparecido a María Magdalena, a las demás mujeres, a Pedro y a los discípulos de Emaús, Jesús se aparece a los Once, según nos narra el Evangelio de la Misa.
“Les mostró las manos y los pies y comió con ellos. Los apóstoles tendrán para siempre la seguridad de que su fe el en el Resucitado no es efecto de la credulidad, del entusiasmo o de la sugestión, sino de hechos comprobados repetidamente por ellos mismos. Jesús, en sus apariciones, se adapta con admirable condescendencia al estado de ánimo y a las situaciones diferentes de aquellos a quienes se manifiesta. No trata a todos de la misma manera; pero por caminos diversos conduce a todos a la certeza de su Resurrección, que es la piedra angular sobre la que descansa la fe cristiana. Quiere el Señor dar las garantías a quienes constituyen aquella Iglesia naciente para que, a través de los siglos, nuestra fe se apoye sobre un sólido fundamento: ¡El Señor en verdad ha resucitado! ¡Jesús vive!
“La paz sea con vosotros, dijo el Señor al presentarse a sus discípulos llenos de miedo. Enseguida, vieron sus llagas y se llenaron de gozo y de admiración. Ese ha de ser también nuestro refugio. Allí encontraremos siempre la paz del alma y las fuerzas necesarias para seguirle todos los días de nuestra vida.
“A Jesús le tenemos muy cerca. En las naciones cristianas, donde existen tantos sagrarios, apenas nos separamos de Cristo unos kilómetros. Qué difícil es no ver los muros o el campanario de una iglesia, cuando nos encontramos en medio de una populosa ciudad, o viajamos por una carretera o desde el tren… ¡Allí está Cristo! ¡Es el Señor!, gritan nuestra fe y nuestro amor. Porque el Señor se encuentra allí con una presencia real y sustancial. Es el mismo que se apareció a sus discípulos y se mostró solícito con todos.
“Jesús se quedó en la Sagrada Eucaristía. En este memorable sacramento se contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre, juntamente con el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor y, por consiguiente, Cristo entero. Esta presencia de Cristo en la Sagrada Eucaristía es real y permanente, porque acabada la Santa Misa, queda el Señor en cada una de las formas y partículas consagradas no consumidas. Es el mismo que nació, murió y resucitó en Palestina, el mismo que está a la diestra de Dios Padre.
“En el Sagrario nos encontramos con Él, que nos ve y nos conoce. Podemos hablarle como hacían los apóstoles, y contarle lo que nos ilusiona y nos preocupa. Allí encontraremos siempre la paz verdadera, la que perdura por encima del dolor y de cualquier obstáculo.
“Le pedimos a nuestra Madre Santa María que nos enseñe a tratar a Jesús realmente presente en el Sagrario como Ella le trató en aquellos años de su vida en Nazareth”.
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