“Por estas satisfacciones, así como por todos los actos de su vida, Cristo nos mereció toda gracia de perdón, de salud y de santificación.
“¿Qué es, efectivamente, el mérito? Es un derecho a la recompensa. Cuando decimos que las obras de Cristo son meritorias para nosotros, queremos indicar que por ellas Cristo tiene derecho a que nos sean dadas la vida eterna y todas las gracias que conducen a ella o a ella se refieren. Es lo que nos dice San Pablo: “Somos justificados, es decir, devueltos a la justicia a los ojos de Dios, no por nuestras propias obras, sino gratuitamente, por un don gratuito de Dios, es decir, por la gracia, que nos viene mediante la redención obrada por Jesucristo”. El Apóstol nos da a entender con esto que la Pasión de Jesús, que completa todas las obras de su vida terrestre, es la fuente de donde mana para nosotros la vida eterna; Cristo es la Causa meritoria de nuestra santificación.
“Pero, ¿cuál es la razón profunda de ese mérito? Porque todo mérito es personal. Cuando estamos en estado de gracia, podemos merecer para nosotros un aumento de esa gracia; pero tal mérito se limita a nuestra persona. Para los otros, no podemos merecerla; a lo más, podemos implorarla y solicitarla de Dios. ¿Cómo, pues, puede Jesucristo merecer por nosotros? ¿Cuál es la razón fundamental por la que Cristo, no sólo puede merecer para sí, por ejemplo, la glorificación de su humanidad, sino también para los demás –para nosotros, para todo el género humano- la vida eterna?
“El mérito, fruto y propiedad de la gracia, tiene, si así puedo expresarme, la misma extensión que la gracia en que se funda. Jesucristo está lleno de gracia santificante, en virtud de la cual puede merecer personalmente para sí mismo. Pero esta gracia de Jesús no se detiene en El, no posee un carácter únicamente personal, sino que goza del privilegio de la universalidad. Cristo ha sido predestinado para ser nuestra cabeza, nuestro jefe, nuestro representante. El Padre eterno quiere hacer de El: Primogenitus omnis creaturae, “el primogénito de toda criatura”; y como consecuencia de esta eterna predestinación a ser jefe de todos los elegidos, la gracia de Cristo, que es de nuestro linaje por la encarnación, reviste un carácter de eminencia y de universalidad cuyo fin no es ya santificar el alma humana de Jesús, sino hacer de El, en el dominio de la vida eterna, el jefe del género humano, y de aquí ese carácter social que va unido a todos los actos de Jesús, cuando se los considera respecto al género humano. Todo cuanto Jesucristo hace, lo hace no sólo por nosotros, sino en nuestro nombre; por eso San Pablo nos dice que “si la desobediencia de un solo hombre, Adán, nos arrastró al pecado y a la muerte, fue, en cambio, suficiente la obediencia, ¡y qué obediencia!, de otro hombre, que era Dios al mismo tiempo, para colocarnos a todos en el orden de la gracia”. Jesucristo, en su calidad de cabeza, de jefe, mereció por nosotros, del mismo modo que sustituyéndose en nuestro lugar satisfizo por nosotros. Y como el que merece es un Dios, sus méritos tienen un valor infinito y una eficacia inagotable.
“Lo que acaba de dar las satisfacciones y a los méritos de Cristo toda belleza y plenitud, es que aceptó los padecimientos voluntariamente y por amor. La libertad es un elemento esencial del mérito: “Porque un acto no es digno de alabanza, dice San Bernardo, sino cuando el que lo realiza es responsable”: Ubi non est libertas, nec meritum.
“Esta libertad envuelve toda la misión redentora de Jesús. Hombre-Dios, Cristo aceptó soberanamente padecer en su carne pasible, capaz de dolor. Cuando al entrar en este mundo dijo a su Padre: “Héme aquí”, Ecce venio ut faciam, Deus,voluntatem tuam, preveía todas las humillaciones, los dolores todos de su Pasión y muerte, y todo lo aceptó libremente en el fondo de su corazón por amor a su Padre y nuestro: Volui, “Sí, quiero”, et legem tuam in medio cordis mei”.
Fuente: Dom Columba Marmión, Jesucristo, vida del alma, 1927.
“¿Qué es, efectivamente, el mérito? Es un derecho a la recompensa. Cuando decimos que las obras de Cristo son meritorias para nosotros, queremos indicar que por ellas Cristo tiene derecho a que nos sean dadas la vida eterna y todas las gracias que conducen a ella o a ella se refieren. Es lo que nos dice San Pablo: “Somos justificados, es decir, devueltos a la justicia a los ojos de Dios, no por nuestras propias obras, sino gratuitamente, por un don gratuito de Dios, es decir, por la gracia, que nos viene mediante la redención obrada por Jesucristo”. El Apóstol nos da a entender con esto que la Pasión de Jesús, que completa todas las obras de su vida terrestre, es la fuente de donde mana para nosotros la vida eterna; Cristo es la Causa meritoria de nuestra santificación.
“Pero, ¿cuál es la razón profunda de ese mérito? Porque todo mérito es personal. Cuando estamos en estado de gracia, podemos merecer para nosotros un aumento de esa gracia; pero tal mérito se limita a nuestra persona. Para los otros, no podemos merecerla; a lo más, podemos implorarla y solicitarla de Dios. ¿Cómo, pues, puede Jesucristo merecer por nosotros? ¿Cuál es la razón fundamental por la que Cristo, no sólo puede merecer para sí, por ejemplo, la glorificación de su humanidad, sino también para los demás –para nosotros, para todo el género humano- la vida eterna?
“El mérito, fruto y propiedad de la gracia, tiene, si así puedo expresarme, la misma extensión que la gracia en que se funda. Jesucristo está lleno de gracia santificante, en virtud de la cual puede merecer personalmente para sí mismo. Pero esta gracia de Jesús no se detiene en El, no posee un carácter únicamente personal, sino que goza del privilegio de la universalidad. Cristo ha sido predestinado para ser nuestra cabeza, nuestro jefe, nuestro representante. El Padre eterno quiere hacer de El: Primogenitus omnis creaturae, “el primogénito de toda criatura”; y como consecuencia de esta eterna predestinación a ser jefe de todos los elegidos, la gracia de Cristo, que es de nuestro linaje por la encarnación, reviste un carácter de eminencia y de universalidad cuyo fin no es ya santificar el alma humana de Jesús, sino hacer de El, en el dominio de la vida eterna, el jefe del género humano, y de aquí ese carácter social que va unido a todos los actos de Jesús, cuando se los considera respecto al género humano. Todo cuanto Jesucristo hace, lo hace no sólo por nosotros, sino en nuestro nombre; por eso San Pablo nos dice que “si la desobediencia de un solo hombre, Adán, nos arrastró al pecado y a la muerte, fue, en cambio, suficiente la obediencia, ¡y qué obediencia!, de otro hombre, que era Dios al mismo tiempo, para colocarnos a todos en el orden de la gracia”. Jesucristo, en su calidad de cabeza, de jefe, mereció por nosotros, del mismo modo que sustituyéndose en nuestro lugar satisfizo por nosotros. Y como el que merece es un Dios, sus méritos tienen un valor infinito y una eficacia inagotable.
“Lo que acaba de dar las satisfacciones y a los méritos de Cristo toda belleza y plenitud, es que aceptó los padecimientos voluntariamente y por amor. La libertad es un elemento esencial del mérito: “Porque un acto no es digno de alabanza, dice San Bernardo, sino cuando el que lo realiza es responsable”: Ubi non est libertas, nec meritum.
“Esta libertad envuelve toda la misión redentora de Jesús. Hombre-Dios, Cristo aceptó soberanamente padecer en su carne pasible, capaz de dolor. Cuando al entrar en este mundo dijo a su Padre: “Héme aquí”, Ecce venio ut faciam, Deus,voluntatem tuam, preveía todas las humillaciones, los dolores todos de su Pasión y muerte, y todo lo aceptó libremente en el fondo de su corazón por amor a su Padre y nuestro: Volui, “Sí, quiero”, et legem tuam in medio cordis mei”.
Fuente: Dom Columba Marmión, Jesucristo, vida del alma, 1927.
No hay comentarios:
Publicar un comentario