domingo, 19 de octubre de 2008

Sermón del Domingo XXIII después de Pentecostés


En el Santo Evangelio que proclamamos en la Sancta Missa de este domingo veintitrés después de Pentecostés, la Palabra de Dios nos presenta dos milagros del Nuestro Señor Jesucristo: el de la hemorroísa y el de la hija de Jairo. La secuencia evangélica se abre con la petición del príncipe, quien le pide que vaya a ver a su hija recién fallecida, pues cree que El, al poner su mano, sobre ella, vivirá. Mientras van de camino ocurre el milagro de la mujer que tenía un flujo de sangre. Los dos milagros están absolutamente concatenados como veremos, pues uno lleva al otro.
Al milagro de la hemorroisa contribuyeron, primero, el estado lamentable y la necesidad temporal de la mujer quien llevaba doce años sufriendo el flujo de sangre, enfermedad que la hacía impura y objeto de diversas prescripciones. La otra causa, por parte de la mujer, era su reserva y su humillación, pues según algunos Santos Padres era una mujer pagana, lo que unido a lo anterior, hacían prácticamente imposible pedir públicamente la curación al Salvador. Por eso, aprovechándose de la turba, osa tocar la orla de su vestido, pues su confianza la lleva a pensar que así logrará sanar de su enfermedad. Su deseo y santo atrevimiento hicieron lo demás. Tales son los rasgos que caracterizan a la pobre hemorroisa. Las otras causas del milagro deben buscarse en el propio Salvador, pues El conoció de inmediato por su omnisciencia divina, la necesidad de la pobre mujer, sus excelentes disposiciones, sus maniobras y pensamientos y el momento preciso de la curación. Contribuyó también a esta curación, la bondad del Señor, quien volviéndose a ella y mirándola, le dice: “Confíde, filia, fides tua te salvam fecit”, “Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado”. Maravillosas palabras del Divino Maestro que en el contexto del relato nos lo muestran como lo que realmente es, pues la presencia de tan grande multitud de pueblo presente, convierten esta escena en una gloriosa revelación de la divinidad de Jesús.
Por otra parte, el milagro obrado en la hemorroisa le permitió al Salvador animar la fe de Jairo y excitar su confianza. Precisamente, estas dos virtudes no eran tan evidentes en el jefe de la sinagoga. El episodio de la mujer le sirve al Señor para avivar la fe del hombre. El ejemplo de fe viva de aquella mujer y la recompensa que por ella obtuvo mediante el milagro no podían menos de serle provechosos. Tal es el lazo que une estos dos milagros.
La resurrección de la hija de Jairo narrada por San Mateo es concisa. El Salvador llega a la casa del príncipe y dice estas palabras sorprendentes: “non est enim mórtua puélla, sed dormit”, provocando las burlas de la muchedumbre. El Señor usó repetidas veces la palabra dormir para designar la muerte de aquellos a quienes iba a resucitar, para demostrar que la muerte de los justos no es más que un sueño, y no una muerte sin un más allá. Además, tomó la mano de la niña, y esta se levantó por el poder que emanó de su Persona Divina. Todos los que presenciaban esta escena estaban anhelantes para saber qué sucedería. La bondad de Jesús, su misericordioso corazón, y su celo por la gloria de Dios fueron puestos a prueba, si así puede decirse. El milagro, obrado a favor de una familia de tanta influencia, debía redundar naturalmente en notable beneficio de Jesús y su obra.
Los Santos Padres ven en este doble milagro las figuras del paganismo y del judaísmo y su relación con el Salvador y con la Iglesia. Gracias a su humildad, a su fe y a su confianza, los gentiles merecieron entrar en la Iglesia de Jesús; el judaísmo, según la profecía de San Pablo, no llegará incorporarse a la Iglesia, sino después de los gentiles, y gracias al apostolado de estos.
Imitemos, pues, la fe, la humildad y la confianza de la hemorroisa al acercarnos al Señor, y no temamos de tocar la orla de su manto, para escuchar de sus labios: “Confide, filia, filio, fides tua te salvam fecit”.

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