Unos de mis principales colaboradores en la redacción del blog de profesión pedagogo en lengua materna, está de aniversario de Ordenación Diáconal, la que se llevó a efecto el 21 de octubre de 1990 en la Catedral de Valparaíso, Chile, de manos de Msr Francisco de Borja Valenzuela Ríos (Requiescat in pace).
Transcribimos el recuerdo que para esta fecha ha redactado nuestro colaborador a quien ofrecemos nuestras oraciones en su aniversario:
Diácono, ¡ad maiorem Dei gloriam!
El 21 de octubre se cumplirán 18 años desde aquel año 1990 en que Msr. Francisco de Borja Valenzuela Ríos (requiescat in pace), me impuso sus manos y me ordenó diácono de la Santa Madre Iglesia. Previamente, había recibido los ministerios del acolitado y del lectorado de parte de Msr. Javier Prado, en ese entonces Obispo auxiliar de Valparaíso, en el Santuario de Nuestra Señora de LoVásquez. La ordenación diaconal se efectuó en la Catedral de esa ciudad, ceremonia que recuerdo vivamente, porque es una etapa de las más importantes de mi vida. Allí concluía lo que el Rvdo. Padre Jaime Ringeling había despertado en mí. A partir de ese año, fui su diácono en la Parroquia de Casablanca hasta que la dejó; ahora sigo en esta parroquia sirviendo al Señor y a mis hermanos. A lo largo de estos dieciocho años de ministerio diaconal he sentido cada día la espiritualidad que emana de la propia palabra del Divino Maestro –el Diácono por excelencia-, que no vino a ser servido, sino a servir (Mc. 10,45; Mt. 20,28).
Hoy en día muchas personas se preguntan acerca del ser específico de un diácono, pues muchos creen que es un laico que se reviste de un alba y oficia algunos ministerios, o un medio cura. Sin embargo, sabemos desde siempre como lo enseña la doctrina de la Santa Iglesia, Mater et Magistra, que el diácono por la imposición de las manos de parte del Obispo queda consagrado para el servicio pasando a formar parte del clero.
Durante la historia del diaconado, éste quedó como un grado en el camino al sacerdocio, hasta que en el siglo pasado se decidió su reestablecimiento como orden y estado de vida permanente; así, el Siervo de Dios Pablo VI reguló canónica y litúrgicamente todo lo concerniente al orden de los diáconos. La Lumen Gentium explicita cuáles son las funciones del diácono en el ministerio pastoral: administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y la oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y la sepultura. Además de guiar legítimamente comunidades en nombre del párroco o del obispo y promover y sostener las actividades apostólicas de los laicos, así como el ejercicio de la caridad. Regularmente, el diaconado se administra a hombres casados; sin embargo, el Código de Derecho Canónico también contempla la posibilidad de ordenar hombres solteros con promesa de celibato, como ocurre con quien escribe estas líneas.
Como lo decía el Siervo de Dios Juan Pablo II, los diáconos ponemos más claramente de manifiesto ese rasgo distintivo del rostro de Cristo: el servicio. No sólo somos servidores de Dios, sino también de nuestros hermanos.
Por esto, en este mi aniversario diaconal, me apropio de las palabras de San Ignacio de Loyola para exclamar: soy diácono, ¡ad maiorem Dei gloriam!
El 21 de octubre se cumplirán 18 años desde aquel año 1990 en que Msr. Francisco de Borja Valenzuela Ríos (requiescat in pace), me impuso sus manos y me ordenó diácono de la Santa Madre Iglesia. Previamente, había recibido los ministerios del acolitado y del lectorado de parte de Msr. Javier Prado, en ese entonces Obispo auxiliar de Valparaíso, en el Santuario de Nuestra Señora de LoVásquez. La ordenación diaconal se efectuó en la Catedral de esa ciudad, ceremonia que recuerdo vivamente, porque es una etapa de las más importantes de mi vida. Allí concluía lo que el Rvdo. Padre Jaime Ringeling había despertado en mí. A partir de ese año, fui su diácono en la Parroquia de Casablanca hasta que la dejó; ahora sigo en esta parroquia sirviendo al Señor y a mis hermanos. A lo largo de estos dieciocho años de ministerio diaconal he sentido cada día la espiritualidad que emana de la propia palabra del Divino Maestro –el Diácono por excelencia-, que no vino a ser servido, sino a servir (Mc. 10,45; Mt. 20,28).
Hoy en día muchas personas se preguntan acerca del ser específico de un diácono, pues muchos creen que es un laico que se reviste de un alba y oficia algunos ministerios, o un medio cura. Sin embargo, sabemos desde siempre como lo enseña la doctrina de la Santa Iglesia, Mater et Magistra, que el diácono por la imposición de las manos de parte del Obispo queda consagrado para el servicio pasando a formar parte del clero.
Durante la historia del diaconado, éste quedó como un grado en el camino al sacerdocio, hasta que en el siglo pasado se decidió su reestablecimiento como orden y estado de vida permanente; así, el Siervo de Dios Pablo VI reguló canónica y litúrgicamente todo lo concerniente al orden de los diáconos. La Lumen Gentium explicita cuáles son las funciones del diácono en el ministerio pastoral: administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y la oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y la sepultura. Además de guiar legítimamente comunidades en nombre del párroco o del obispo y promover y sostener las actividades apostólicas de los laicos, así como el ejercicio de la caridad. Regularmente, el diaconado se administra a hombres casados; sin embargo, el Código de Derecho Canónico también contempla la posibilidad de ordenar hombres solteros con promesa de celibato, como ocurre con quien escribe estas líneas.
Como lo decía el Siervo de Dios Juan Pablo II, los diáconos ponemos más claramente de manifiesto ese rasgo distintivo del rostro de Cristo: el servicio. No sólo somos servidores de Dios, sino también de nuestros hermanos.
Por esto, en este mi aniversario diaconal, me apropio de las palabras de San Ignacio de Loyola para exclamar: soy diácono, ¡ad maiorem Dei gloriam!
El Diácono Eddie Morales con Msr. Aldo Cavalli, ex Nuncio Apostólico en Chile durante una visita de este a la Parroquia de Casablanca. Felicidades en el aniversario de ordenación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario