El último domingo del mes de octubre la Iglesia celebra en la Sagrada Liturgia Tradicional a Nuestro Señor Jesucristo Rey. El evangelio dominical nos muestra el diálogo que sostiene el Señor con Poncio Pilatos en los instantes de su Divina Pasión, cuando el romano le inquiere: “Ergo, Rex es tu?”; “Con que tú eres rey?”, recibiendo como respuesta taxativa: “Tu dicis quia Rex sum ego”, “Tú lo dices: Yo soy Rey”.
La solemnidad que celebramos hoy es como la síntesis de todo el misterio cristiano, pues con ella se cierra el misterio salvífico que hemos venido contemplando a lo largo del ciclo litúrgico. Hoy contemplamos a Nuestro Señor Jesucristo glorioso, como Rey de todo lo creado y de forma especialísima de nuestras almas. Hoy cuando los reyes han prácticamente desaparecido de la faz de la tierra, y donde aún existen sólo son figuras decorativas y sin mayor trascendencia en la vida política, la mención de la Persona del Salvador como Rey puede parecer incomprensible en estos tiempos, más aún cuando los feligreses no han sido suficientemente adoctrinados para que descubran el verdadero sentido de la figura de Cristo Rey, pues El se aparta definitivamente de los modos de realeza con que en la historia se manifestaron los reyes, emperadores y jerarcas de este mundo pasajero.
Cristo vino a establecer su reinado no con la fuerza de un conquistador, sino con la bondad y la mansedumbre de un pastor. Los días previos a la Pasión entró en Jerusalén montado en un borrico como mostrando la radical diferencias respecto a los conquistadores que entraban en las ciudades sobre regias cabalgaduras. El Señor vino a buscar a las ovejas descarriadas alejadas de Dios por el pecado para curarlas y sanarlas, llevándolas así con Su Amor al redil que desde el principio les había preparado. Y tanto es el amor del Hijo de Dios, que dará su vida por cada una de ellas, es decir, por cada uno de nosotros. El Siervo de Dios Juan Pablo II decía en una de sus homilías, a propósito de la realeza de Cristo, que “como Rey viene para revelar el amor de Dios, para ser el Mediador de la Nueva Alianza, el Redentor del hombre. El reino instaurado por Jesucristo actúa como fermento y signo de salvación para construir un mundo más justo, más fraterno, más solidario, inspirado en los valores evangélicos de la esperanza y de la futura bienaventuranza a la que todos estamos llamados”.
El Reino de Cristo es, por tanto, un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz, al que todos estamos convocados para participar en él y extenderlo en la tierra a través de nuestro apostolado y compromiso cristianos como verdaderos hijos e hijas de Dios y de la Iglesia: “hemos de afirmar, con nuestras palabras y con nuestras obras, que aspiramos a hacer de Cristo un auténtico Rey de todos los corazones”, nos lo recuerda San Josemaría; más aún en estos tiempos posmodernos en que las sociedades materialistas, hedonistas, consumistas, tienden a alejar a la humanidad cada vez más de la presencia de Dios en nuestras vidas con sus ofertas atrayentes, pero vacías de valores permanentes, y que sólo desembocan en el vacío, en el hastío, en el tedio, y en la repugnancia de la existencia.
“Oportet autem illum regnare…”, nos recuerda San Pablo en 1 Cor 15,25, “es necesario que Él reine…”, en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en nuestro corazón, en nuestro cuerpo –Templo del Espíritu Santo-, en nuestro trabajo que es nuestro camino hacia la santificación: ¡Oportet autem illum regnare…! Esta hermosa Fiesta de N. S. Jesucristo Rey es como un adelanto de la segunda venida suya, en gloria y majestad, y nos recuerda que, a pesar de que no siendo de este mundo, el Reinado de Cristo comienza ya aquí donde cada uno de nosotros que somos hijos adoptivos de Dios, nos esforzamos por extenderlo a nuestro alrededor y a tantos lugares donde aún no le conocen. ¡Que María, Regina apostolorum, nos ayude en estos propósitos.
La solemnidad que celebramos hoy es como la síntesis de todo el misterio cristiano, pues con ella se cierra el misterio salvífico que hemos venido contemplando a lo largo del ciclo litúrgico. Hoy contemplamos a Nuestro Señor Jesucristo glorioso, como Rey de todo lo creado y de forma especialísima de nuestras almas. Hoy cuando los reyes han prácticamente desaparecido de la faz de la tierra, y donde aún existen sólo son figuras decorativas y sin mayor trascendencia en la vida política, la mención de la Persona del Salvador como Rey puede parecer incomprensible en estos tiempos, más aún cuando los feligreses no han sido suficientemente adoctrinados para que descubran el verdadero sentido de la figura de Cristo Rey, pues El se aparta definitivamente de los modos de realeza con que en la historia se manifestaron los reyes, emperadores y jerarcas de este mundo pasajero.
Cristo vino a establecer su reinado no con la fuerza de un conquistador, sino con la bondad y la mansedumbre de un pastor. Los días previos a la Pasión entró en Jerusalén montado en un borrico como mostrando la radical diferencias respecto a los conquistadores que entraban en las ciudades sobre regias cabalgaduras. El Señor vino a buscar a las ovejas descarriadas alejadas de Dios por el pecado para curarlas y sanarlas, llevándolas así con Su Amor al redil que desde el principio les había preparado. Y tanto es el amor del Hijo de Dios, que dará su vida por cada una de ellas, es decir, por cada uno de nosotros. El Siervo de Dios Juan Pablo II decía en una de sus homilías, a propósito de la realeza de Cristo, que “como Rey viene para revelar el amor de Dios, para ser el Mediador de la Nueva Alianza, el Redentor del hombre. El reino instaurado por Jesucristo actúa como fermento y signo de salvación para construir un mundo más justo, más fraterno, más solidario, inspirado en los valores evangélicos de la esperanza y de la futura bienaventuranza a la que todos estamos llamados”.
El Reino de Cristo es, por tanto, un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz, al que todos estamos convocados para participar en él y extenderlo en la tierra a través de nuestro apostolado y compromiso cristianos como verdaderos hijos e hijas de Dios y de la Iglesia: “hemos de afirmar, con nuestras palabras y con nuestras obras, que aspiramos a hacer de Cristo un auténtico Rey de todos los corazones”, nos lo recuerda San Josemaría; más aún en estos tiempos posmodernos en que las sociedades materialistas, hedonistas, consumistas, tienden a alejar a la humanidad cada vez más de la presencia de Dios en nuestras vidas con sus ofertas atrayentes, pero vacías de valores permanentes, y que sólo desembocan en el vacío, en el hastío, en el tedio, y en la repugnancia de la existencia.
“Oportet autem illum regnare…”, nos recuerda San Pablo en 1 Cor 15,25, “es necesario que Él reine…”, en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en nuestro corazón, en nuestro cuerpo –Templo del Espíritu Santo-, en nuestro trabajo que es nuestro camino hacia la santificación: ¡Oportet autem illum regnare…! Esta hermosa Fiesta de N. S. Jesucristo Rey es como un adelanto de la segunda venida suya, en gloria y majestad, y nos recuerda que, a pesar de que no siendo de este mundo, el Reinado de Cristo comienza ya aquí donde cada uno de nosotros que somos hijos adoptivos de Dios, nos esforzamos por extenderlo a nuestro alrededor y a tantos lugares donde aún no le conocen. ¡Que María, Regina apostolorum, nos ayude en estos propósitos.
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