martes, 13 de octubre de 2009

Qué produce nuestra Sancta Missa.


¡Qué sencillez tan sublime la de nuestra Missa! ¡Qué dicha tan grande la de los católicos a los que la Iglesia procura cada Domingo, y todos los días si ello es posible, una tan profunda intimidad con Jesucristo, Dios y Hombre verdadero!
Nuestra Missa nos hace experimentar la alegría de pertenecer a la gran familia católica. No podemos imaginarnos cuánto nos enriquece esta oración colectiva respetuosa con la personalidad de cada cual y que sólo sacrifica los errores, abusos y lagunas del subjetivismo. Al rezar “en plural” oramos por todos y con todos los católicos, con los fervientes que nos arrastran y con los pecadores a los que ayudamos. Alentados por los unos, sostenemos a los otros. Insertamos nuestros deseos y nuestras quejas en, la gran súplica de toda la Iglesia. En la Missa nos debemos levantar juntos, arrodillar juntos, pronunciar juntos las mismas oraciones. Si me parece que lo que leo no responde a mi actual estado de ánimo, rogaré por aquellos de mis hermanos a quienes pueda convenir; y al decirla con humildad, descubriré a veces que también yo lo necesitaba. Si determinado pasaje de las lecciones recuerda un deber que no me concierne, rogaré entonces por aquellos de mis hermanos que tengan que observarlo ¡Qué bueno es olvidarse de uno mismo rezando! Ese es el medio de entrar en los caminos del amor divino. Aliviado de la preocupación de mi mismo, podré esperar a Dios y descansar en Él.
Nuestra Missa es un inmenso acto de caridad pues es la oración de Jesucristo y de Su Cuerpo Místico. Formamos parte del concierto de los ángeles; rezamos con todos los elegidos del Cielo y en primer lugar con la Bienaventurada Siempre Virgen María (como los discípulos en el Cenáculo) y con los santos apóstoles; ofrecemos los frutos del Santo Sacrificio por las ánimas del Purgatorio. En la Missa oramos con y por todos los católicos de la Tierra; con y por supuesto con el Santo Padre el Papa y por nuestros obispos; la oración del más humilde sube hacia Dios con la del más grande. El contemplativo y el misionero, el rico y el pobre, el sabio y el estudiante ofrecen todos la misma Víctima.
En la Missa. el espacio y el tiempo se desvanecen; estamos en el eterno «hoy» de Dios. Nuestra Missa es la misma que se celebra en todo el derredor del Planeta. Sobre toda la Tierra cuando una Missa acaba empieza otra; alrededor de trescientas mil Missas se suceden continuadamente en el curso de los ochenta y seis mil segundos que componen las veinticuatro horas del día. Con nuestra Missa damos gracias como San Policarpo y San Cipriano, profesamos la misma fe que confesaron los mártires en los potros de tortura, recibimos la misma «Eucaristía» de la que obtuvieron el valor para entregar sus cuerpos y para derramar su sangre por amor de Cristo, que dio su Cuerpo y vertió su Sangre por nosotros lo mismos que por ellos. El Padre de los Cielos oye nuestra oración al mismo tiempo que la de todos ellos y al mismo tiempo que la de los católicos que un día nos relevarán para que nosotros vayamos a celebrar la Missa del Cielo. Cuando casi todos nosotros hayamos desaparecido de la escena uno de los niñitos que están aquí será tal vez un digno sacerdote que presidirá para unos católicos que todavía no han nacido, la misma Missa que hemos cantado hoy. Y durante tantos siglos como Dios quiera, la Iglesia repetirá la liturgia de Nuestra Missa. El Amén de las generaciones futuras será el eco del nuestro. Nuestra Misa domina los siglos; la Tierra es un vasto altar en el que Cristo y sus miembros ofrecen a Dios una eterna alabanza y la Humanidad redimida no forma ya --la frase es de San Agustín-- más que un hombre único cuya oración dura hasta el fin de los tiempos.
Igual que los Discípulos después de la última bendición de Jesús regresaron a Jerusalén llenos de alegría, nosotros vamos a continuar también el Sacrificio de Cristo en nuestra vida, mezclando la ofrenda de nuestras acciones cotidianas con la de Nuestro Redentor. Ese es el sentido de la oración “Actiones nostras” que el sacerdote reza des­pués de la Missa cuando deja los vestidos litúrgicos: ¡Rogámoste, Señor, que te dignes prevenir con Tu inspiración nuestras acciones y acompañarlas con Tu auxilio, para que toda oración y obra nues­tra tenga en Ti su principio, y sostenida por Ti llegue a su término!
Nuestra Missa se proseguirá en nuestra vida si ofrecemos a Dios nuestro trabajo de cada día uni­do al Sacrificio de Jesús. La obediencia a vuestros deberes de estado prolongará la adoración de vuestra Missa. Vuestras fatigas y vuestras penas ofrecidas a Dios con los sufrimientos del Salva­dor en el Calvario, continuarán la propiciación de vuestra Missa ¿Acaso no las habéis presentado en el Ofertorio con vuestros trabajos diarios y con las tareas de la casa? La mano que levanta un pesado instrumento, y la que se crispa de tanto escribir o y la que empuja pacientemente la aguja, continúan ofreciendo a Cristo, cuando el católico lo ha recibido en la Missa. Vosotros haréis así de vuestra vida una «anáfora» una elevación a Dios.
Convertidla igualmente en una donación de Cristo a vuestros hermanos asociándolos por vuestra caridad a los dichosos efectos de vuestra Comunión. «La Comunión sin las obras de caridad -escribe monseñor Gerbert- sería un sacrificio sin acción de gracias.» Siendo benévolos y serviciales, pacientes e indulgentes daréis a los demás los frutos del Evangelio y os adheriréis más a Cristo, que los produce en vosotros. «Cuando te arrojas a las rodillas de tus hermanos -dicé Tertuliano- es a Cristo a quien te abrazas, es a Cristo a quien ruegas.
La Missa es, finalmente el foco de toda vida apostólica. Cuando vemos caer el ateísmo sobre el mundo, materializando las almas, rebajando las aspiraciones humanas únicamente a los goces de la Tierra y exaltando el egoísmo en todas las esferas de la sociedad, podemos preguntamos si cabe detener tan devastador azote. Es necesario un milagro: sólo Dios puede destrozar las fuerzas del mal. Pero ese milagro está a nuestro alcance es nuestra Missa, que al renovar el sacrificio de la Cruz, opone el Reino de Dios al reinó del pecado. La Missa es el antídoto de la blasfemia; por ella crece y se desarrolla en las almas el espíritu de Jesús. «Cuando el sacerdote celebra, edifica a la Iglesia», la construye, la eleva, la amplifica. Católicos, volvamos llenos de alegría a la tarea de la reconstrucción del mundo, en todas las naciones y hasta el fin de los siglos. Comprendamos, amemos, vivamos nuestra Missa, y apresuraremos la victoria de Jesucristo.
«Él está allí.
»Está allí como el primer día.
»Está allí entre nosotros como el día de Su muerte.
»Está allí eternamente entre nosotros igual que el primer día.
»Su Cuerpo. Su mismo Cuerpo, cuelga de la misma cruz.
»Sus ojos. Sus mismos ojos tiemblan con las mismas lágrimas.
»Su Sangre. Su misma Sangre mana de las mis­mas llagas.
»Su Corazón. Su mismo Corazón sangra con el mismo mal.
»El mismo sacrificio inmola la misma Carne, el mismo sacrificio derrama la misma Sangre.
»Es la misma historia, exactamente la misma, eternamente la misma que sucedió en aquel tiempo y en aquel país y que sucederá todos los días de toda la eternidad.
»En todas las parroquias de toda la cristiandad»

Tomado de ICRSS.

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