martes, 18 de octubre de 2011

Reflexión del Domingo XVIII después de Pentecostés.

“Me he alegrado en lo que me han dicho: Iremos a la casa del Señor”
-Salmo 121-
Estos versos del Salmo 21 forman parte del Introito y del Gradual de la misa de este domingo. A través de ellos llegan hasta nosotros los ecos de la alegría que invade a la Iglesia por el misterio de la obra redentora llevada a cabo por Nuestro Señor Jesucristo.
La alegría de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, es la alegría de todos sus miembros.
La alegría de la Iglesia es la alegría de cuantos estamos aquí, convocados y reunidos en torno al altar de Dios, participando activamente en los sagrados misterios, “renovando la bendita Pasión de nuestro Señor Jesucristo, de su Resurrección del sepulcro, como también de su gloriosa Ascensión a los cielos”.
¿Cómo no vamos a alegrarnos cuando somos llamados e invitados a la casa del señor, si es Dios mismo quien nos invita como a hijos muy amados para dispensarnos los dulces frutos de su misericordia?
Es cierto que la llamada del Señor nos invita a acudir alegres y fervorosos al templo que es casa de Dios y casa de los hijos de Dios. Pero, hemos de pensar que sobre todo la casa de Dios es su Santa Iglesia que Él mismo ha fundado y establecido en el mundo como instrumento de salvación para todo el género humano.
Nuestra alegría es así mucho más profunda, al descubrirnos hijos de Dios y miembros de la Iglesia, que por pura gracia es nuestra casa, nuestro hogar espiritual, familia de los hijos de Dios redimidos por la Sangre Preciosa de su Hijo Jesucristo.
El gozo verdadero del cristiano brota de la conciencia clara de su filiación divina, de su confianza plena en la misericordia de Dios, cuya Providencia dirige suavemente nuestras vidas. Es gracias a esta conciencia que podemos distinguir entre los goces efímeros y pasajeros que no sacian nuestro corazón, y esa otra alegría que es interior, que nace en lo profundo del alma y que es duradera porque su origen está en Dios.
El Señor da la paz y la alegría a cuantos confían en Él. Por eso, cuanto mayor sea nuestra confianza en Dios y en su misericordia, mayor será también nuestra alegría y la paz de nuestro corazón.
Abundando, aún más en esta idea del salmo 121, diremos que la casa de Dios en medio del mundo es su propio Hijo nuestro Señor Jesucristo. A eso mismo se refería el Señor cuando el santo evangelio nos refiere sus palabras en las que Él hablaba del templo de su cuerpo.Nuestro Señor Jesucristo es el templo santo de Dios en medio del mundo, porque en Él “habita la plenitud de la divinidad”, y quien ha visto a Cristo “ha visto al Padre”.
El Corazón amable de nuestro Salvador y Redentor, que es un horno encendido de caridad, es verdaderamente “casa de Dios” y “refugio seguro” para todos nosotros pobres pecadores.
Efectivamente, en el Sacratísimo Corazón de Jesús, encontramos las fuentes del perdón y de la gracia, las fuentes vivas de la misericordia y el remanso de paz que nuestros pobres corazones buscan y anhelan ansiosamente.
El santo evangelio de este domingo nos presenta el relato del paralítico que algunos le presentaron a Jesús en la ciudad de Cafarnaúm. Y el Señor, que todo lo conoce, vio la fe de aquella gente, e invitando al paralítico a que tuviese confianza le perdonó sus pecados.
¡Cuánto le agrada al Señor que acudamos a Él!
Acudir a Jesús por medio de la oración, acudir a Jesús por medio de los sacramentos, especialmente el sacramento del perdón, que por ello mismo es el sacramento de la alegría. Acudir a su presencia para manifestarle humildemente nuestras necesidades físicas, morales o espirituales. Todo esto es siempre una manifestación de fe en Jesucristo. Y el Señor nunca deja sin premio ni sin respuesta la fe de cuantos acuden a Él.
Esto nos ha de animar y mover a acercarnos con toda la frecuencia posible al Señor. Hemos de convencernos cada vez más de lo valiosa que es la fe a los ojos de Dios.
Así también, la fe debería ser para nosotros el mayor tesoro, nuestra mayor riqueza, nuestra arma más poderosa.
La fe es la llave que abre el Corazón misericordioso de Dios.
La santa fe es el imán que atrae sobre nosotros todas las gracias divinas y el torrente de sus misericordias.
Es únicamente por la fe que se produce el milagro maravilloso del perdón y de la reconciliación con el Señor.
Sintamos como dirigida a cada uno de nosotros particularmente la misma invitación que hizo el Señor al paralítico de Cafarnaúm: “¡Confía, hijo!”.
Pidamos a la Virgen Santísima que aumente en nosotros la confianza en su Hijo. Que Ella nos obtenga la gracia de una fe más pura y más firme.
Que María, Madre de misericordia, sostenga nuestra oración confiada: ¡Señor, yo creo, pero aumenta mi fe!
P. Manuel María de Jesús

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