El Evangelio es el gran libro de la vida, pues contiene la doctrina que enseña a vivir bien en la tierra y que conduce a la vida eterna en el reino de Dios.
Diez y nueve siglos han pasado desde la época en que Jesucristo predicó su doctrina al pueblo judío y dio a sus Apóstoles, escogidos entre los hombres más humildes, la misión de predicarla también a otros pueblos y la de regir la Iglesia encargada de seguir predicándola indefinidamente a todas las naciones.
No hay institución, ni doctrina de origen humano que, en tan largo periodo, haya podido resistir el desgaste del tiempo, ni a la acción corruptora de las pasiones, que extravían al hombre, le inducen en error, le apartan de la justicia y la verdad y hacen perecederas las mejores obras de su corazón y de su inteligencia.
El poderoso Imperio Romano, que dominaba al mundo y parecía indestructible cuando Jesucristo nació en un pesebre y cuando espiró clavado en una cruz, fue lentamente carcomido por los vicios de los hombres que lo gobernaban y se derrumbó para no volver a levantarse jamás. De tan colosal grandeza no quedaron sino las ruinas de algunos monumentos, los recuerdos del culto rendido a dioses de invención humana y las leyes por las cuales se regían las instituciones políticas, sociales y militares de aquel pueblo conquistador.
Otros imperios se han levantado y han caído como el Imperio Romano. Las grandes potencias del siglo actual llegarán también, en plazos más o menos prolongados, a la decadencia que destruye las obras de los hombres. Y sucesivamente, todos los poderes y todas las riquezas, todas las glorias y todas las vanidades del mundo seguirán pasando cual fuegos fatuos que brillan un solo instante y se apagan por la eternidad.
Lo único que permanece inalterable, lo único que siempre vive es aquello que tiene origen divino. Así viven los astros que pueblan el firmamento y se mueven majestuosos en el admirable concierto de las leyes dictadas por el Creador omnipotente. Los soles y las estrellas que nosotros contemplamos maravillados de tanta magnificencia, los contemplaron también los primeros hombres en el pasado más remoto y los contemplarán todavía las últimas generaciones en los misteriosos secretos del porvenir.
La doctrina cristiana tiene este sello característico de las obras de origen divino: permanece inalterable, desafiando al tiempo que reduce a la nada las obras efímeras de los hombres; brilla hoy, lo mismo que en los días en que fue predicada por Jesús, con el esplendor de la verdad eterna.
Hoy y siempre será verdadera, será fundamento de la sociedad humana, esta enseñanza del Evangelio:
¿Maestro, preguntó un fariseo, cuál es el principal mandamiento?
Respondióle Jesús: Amarás al Señor Dios tuyo de todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente.
Este es el máximo y primer mandamiento.
El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Matth. XXII, 37-39).
(Del Prefacio de Vida de Jesús para los niños y los humildes de D. Francisco Valdés Vergara, editado en Valparaíso, Chile, en 1909).
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