domingo, 3 de octubre de 2010

Domingo XIX después de Pentecostés.

(II clase, verde) Gloria, Credo y prefacio de la Santísima Trinidad.
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Místicas nupcias de Cristo y su Iglesia, nueva alianza en la sangre del esposo: unión fecunda de la que nace el cristiano a vida de gracia que recibirá su coronamiento en el banquete celestial.
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Propio de la Sancta Missa
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Reflexión
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En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
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Ante el Señor no podemos presentarnos de cualquier manera. Entró el rey para ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de bodas; y le dijo: amigo, ¿cómo has entrado aquí sin llevar el traje de bodas?
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Nos llega la invitación –cada día- para acercarnos al banquete eucarístico, con tanto esmero preparado. Conocemos hábitos, actitudes, errores, facetas de nuestro carácter, que tal vez no se corresponden con el alto honor que Jesucristo nos hace.
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Hemos de hacer examen; no vayamos a presentarnos ante el Señor vestidos de harapos, porque tenemos el peligro de disfrazar los defectos y justificar las acciones. “Para acoger en la tierra a personas constituidas en dignidad hay luces, música, trajes de gala. Para albergar a Cristo en nuestra alma, ¿cómo debemos prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si sólo se pudiera comulgar una vez en la vida?”, nos recuerda San Josemaría Escrivá. Pasaríamos la noche en vela, sabríamos bien qué le diríamos, qué peticiones le formularíamos…, todos los preparativos nos parecerían pocos… Así deberíamos recibirle todos los días.
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El convidado que no tenía vestido nupcial ciertamente escuchó la invitación, fue a las bodas con alegría, pero no tuvo en cuenta lo que exigía esta llamada. Al Señor no le podemos recibir de cualquier manera: distraídos, sin atención, sin saber bien lo que hacemos. Toda buena Comunión supone en primer lugar recibir al Señor en gracia. Nuestra Madre la Iglesia nos enseña y nos advierte que “nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la Confesión sacramental”.
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Tan alto don requiere además que nos preparemos lo mejor que podamos en el alma y en el cuerpo: la Confesión frecuente, aunque no existan faltas graves; fomentar los deseos de purificación; aumentar los actos de fe, de amor y humildad en el momento de recibir el Señor, etc.
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Amor con amor se paga…Amor, en primer lugar, al propio Cristo. El encuentro eucarístico es, en efecto, un encuentro de amor”, decía el Siervo de Dios Juan Pablo II. Comulgar con frecuencia nunca debe significar comulgar con tibieza. Y cae en la tibieza en que no se prepara, quien no pone lo que está de su mano para evitar que el Señor lo encuentre distraído cuando venga a su corazón. Significaría una gran falta de delicadeza acercarse a la Comunión con la imaginación puesta en otras cosas. Tibieza es falta de amor, no ir con las debidas disposiciones a comulgar. Sabemos que nunca estaremos lo suficientemente dispuestos para recibir como se merece a Aquel que viene a nuestra alma, pues nuestra pobre morada no da para más; pero sí espera el Señor esos detalles que están a nuestro alcance. “Si cualquier persona distinguida o que ocupe algún alto puesto, o algún amigo rico y poderoso nos anunciara que iba a venir a visitarnos a nuestra casa, ¡con qué solicitud limpiaríamos y ocultaríamos todo aquello que pudiera ofender la vista de esta persona o amigo! Lave primero las manchas y suciedades que tiene el que ha ejecutado malas obras, si quiere preparar a Dios una morada en su alma”, nos recuerda San Gregorio Magno.
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Al terminar nuestra oración, podemos nuestra esta plegaria que una noche dirigiera el Siervo de Dios Juan Pablo II al mismo Jesús presente en la Hostia Santa: “¡Señor Jesús! Nos presentamos ante Ti sabiendo que nos llamas y que nos amas tal como somos. Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Hijo de Dios (Jn 6, 6). Tu presencia en la Eucaristía ha comenzado con el sacrificio de la Última Cena y continúa como comunión y donación de todo lo que eres. Aumenta nuestra fe… Tú eres nuestra esperanza, nuestra paz, nuestro mediador, hermano y amigo. Nuestro corazón se llena de gozo y de esperanza al saber que vives siempre intercediendo por nosotros (Heb 7, 25). Nuestra esperanza se traduce en confianza, gozo de Pascua y camino apresurado contigo hacia el Padre.
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“Queremos sentir como Tú y valorar las cosas como las valoras Tú. Porque Tú eres el centro, el principio y el fin de todo. Apoyados en esta esperanza, queremos infundir en el mundo esta escala de valores evangélicos, por la que Dios y sus dones salvíficos ocupan el primer lugar en el corazón y en las actitudes de la vida concreta…
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Queremos amar como Tú, que das la vida y te comunicas con todo lo que eres. Quisiéramos decir como San Pablo: Mi vida es Cristo (Flp 1, 21) Nuestra vida no tiene sentido sin Ti. Queremos aprender a estar con quien sabemos nos ama, porque con tan buen amigo presente todo se puede sufrir.
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“Nos has dado a tu Madre como nuestra, para que nos enseñe a meditar y adorar en el corazón. Ella, recibiendo la Palabra y poniéndola en práctica, se hizo la más perfecta Madre”. Amén.
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En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

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