miércoles, 25 de agosto de 2010

Valor impetratorio.

Este es el que más nos interesa destacar aquí como elemento de crecimiento y desarrollo de la gracia santificante en nuestras almas.
En primer lugar, veamos cuáles son las principales diferencias entre el valor meritorio y el impetratorio de la oración:
-la oración como acto meritorio dice una relación de justicia al premio; en cambio su valor impetratorio dice relación únicamente a la misericordia de Dios. Es una limosna gratuita.
-como meritoria tiene eficacia intrínseca para conseguir el premio; como impetratoria, su eficacia se apoya únicamente en la promesa de Dios: Pedid, y recibiréis… (Mt 7, 7).
-la eficacia meritoria se funda, ante todo, en la caridad; la impetratoria, ante todo, en la fe: Y todo cuanto con fe pidiereis en la oración, lo recibiréis (Mt 21, 22).
-el objeto del mérito y de la impetración no siempre es el mismo, aunque a veces pueden coincidir. El justo merece y no siempre alcanza; el pecador puede alcanzar sin haber merecido.
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Lo que puede obtenerse por vía de oración.
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Según estas nociones, podemos obtener por vía de oración el acrecentamiento de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo que las acompañan, lo que se traducirá en un incremento o desarrollo de nuestra vida cristiana; y también las gracias actuales eficaces; sobre todo la gracia soberana de la perseverancia final, que nadie absolutamente puede merecer –ni siquiera los mayores santos-, por ser total y absolutamente gratuita. Sólo la oración puede alcanzar estas gracias que escapan en absoluto al mérito propiamente dicho.
La Iglesia nos da el ejemplo de esta clase de peticiones cuando en su liturgia pide continuamente la gracia de la perseverancia final o el incremento de las virtudes infusas: “Dios todopoderoso y eterno, aumenta nuestra fe, esperanza y caridad…”
Escuchemos a Santo Tomás exponiendo esta doctrina con su claridad habitual:
“Con la oración podemos impetrar incluso lo que no podemos merecer. Porque Dios escucha a los mismos pecadores cuando le piden perdón, aunque de ningún modo lo merecen, como explica San Agustín comentando aquello del Evangelio: Sabemos que Dios escucha a los pecadores (Jn 9, 31). De otra suerte, hubiera sido inútil la oración del publicano cuando decía: Compadécete de mí, Señor, que soy un hombre pecador (Lc 18, 13). De semejante manera, podemos impetrar el don de la perseverancia final para nosotros o para otros, aunque no caiga bajo el mérito”.
Fuente: A. Royo Marín.

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