viernes, 13 de agosto de 2010

El crecimiento o desarrollo de la gracia. Crecimiento por los sacramentos.

El sacramento de la Eucaristía. La Eucaristía no es sólo el más excelente de todos los sacramentos, sino el fin y consumación de todos ellos; de suerte que sin el deseo de la Eucaristía (al menos implícito por la recepción real o deseada del Bautismo, que se ordena a ella), nadie puede ni siquiera salvarse. Su eficacia santificadora es enorme, puesto que no solamente confiere la gracia en grado muy superior a la de cualquier otro sacramento, sino que nos da y nos une íntimamente a la persona misma de Cristo, manantial y fuente de la gracia. Una sola comunión recibida con gran fervor bastaría, sin duda alguna, para elevar un alma a la más encumbrada santidad.
Pero para obtener de ella el máximo rendimiento santificador es preciso recibir la Eucaristía con disposiciones muy perfectas. Las más importantes corresponden a las tres virtudes teologales y a la humildad de corazón. He aquí una breve exposición de las mismas.
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Fe viva.
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Cristo la exigía siempre como condición indispensable antes de conceder una gracia, aun de tipo material (cf. Mc 9, 22-23). La Eucaristía es por antonomasia el mysterium fidei, ya que en ella nada perciben de Cristo la razón natural ni los sentidos corporales. Santo Tomás recuerda que en la cruz se ocultó solamente la divinidad, pero en el altar desaparece incluso la humanidad santísima: Latet simul et humanitas. Esto exige de nosotros una fe viva, transida de adoración.
Pero no sólo en este sentido –asentimiento vivo al misterio eucarístico- la fe es absolutamente indispensable, sino también en orden al contacto vivificante de Jesús. Hemos de considerar en nuestras almas la lepra del pecado y repetir con la fe vivísima del leproso del Evangelio: Señor, si tú quieres, puedes limpiarme (Mt 8, 2); o como la del ciego de Jericó, menos infortunado con la privación de la luz natural que nosotros con la ceguera de nuestra alma: Señor, haced que vea (Mc 10, 51).
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Humildad profunda.
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Jesucristo lavó los pies de sus apóstoles antes de instituir la Eucaristía para darles ejemplo de humildad (Jn 13, 15). Si la Santísima Virgen se preparó a recibir en sus virginales entrañas al Verbo de Dios con aquella profundísima humildad que la hizo exclamar: He aquí la esclava del Señor (Lc 1, 38), ¿qué deberemos hacer nosotros en semejante coyuntura? No importa que nos hayamos arrepentido perfectamente de nuestros pecados y nos encontremos actualmente en estado de gracia. La culpa fue perdonada; el reato de pena, acaso también (si hemos hecho la debida penitencia); pero el hecho histórico de haber cometido aquel pecado no desaparecerá jamás). No olvidemos, cualquiera que sea el grado de santidad que actualmente poseamos, que hemos sido rescatados del infierno, que somos ex presidiarios de Satanás. El cristiano que haya tenido la desgracia de cometer alguna vez en su vida un solo pecado mortal, debería estar siempre anonadado de humildad. Por lo menos, al acercarnos a comulgar, repitamos con sentimientos de profundísima humildad y vivísimo arrepentimiento la fórmula sublime del centurión del Evangelio: Domine, non sum dignus… (Mt 8, 8).
(Fuente: Somos hijos de Dios, Misterio de la divina gracia de Antonio Royo Marín, BAC, Madrid, MCMLXXVII).

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