sábado, 7 de agosto de 2010

El placeat y la bendición.

El sacerdote coloca las manos sobre el Altar y con la cabeza inclinada ruega a la Trinidad Beatísima, que le sea agradable el obsequio de su servicio, y que el Sacrificio que ha ofrecido, sea digno de que lo acepte, y que sea propiciatorio por todos aquellos por quienes lo ha ofrecido.
Luego besa el Altar, levanta los brazos y da la bendición al pueblo, diciendo: Bendigaos Dios Todopoderoso, Padre e Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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El último Evangelio.
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Generalmente lee el celebrante el comienzo del Evangelio de San Juan en el que se descríbela generación eterna del Verbo y su Encarnación.
En los primeros tiempos el sacerdote lo decía como acción de gracias, al volver a la sacristía, costumbre que existe en las Misas Pontificales; pero los fieles, que tenían gran veneración por este Prólogo, pedían que se dijera en el Altar a lo que accedían los sacerdotes. San Pío V, en el siglo XVI, lo hizo incluir como obligatorio al final de la Misa. A las palabras Y el Verbo se hizo carne, el sacerdote hace genuflexión adorando el Misterio de la Encarnación.
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Las oraciones finales.
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León XIII ordenó recitar al final de las Misas tres Avemarías, la Salve, y dos oraciones para pedir por la libertad de la Santa Madre Iglesia. San Pío X agregó una triple invocación al Sagrado Corazón de Jesús, enriquecida con siete años de indulgencia. El 30 de mayo de 1934, S.S. Pío XI concedió otros tres años de indulgencia a los fieles que, juntamente con el sacerdote, recen estas oraciones finales. Después del Tratado de Letrán, Pío XI mandó que estas preces se rezaran por Rusia y por las Iglesias separadas.

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