Los consejos evangélicos son medios propuestos por Jesucristo para conseguir más fácil y plenamente la perfección espiritual.
Los principales consejos evangélicos son: la pobreza voluntaria, la castidad perpetua y una obediencia especial por amor de Jesucristo.
Se consigue más fácil y plenamente la perfección espiritual con la práctica de los consejos evangélicos, porque nos disponemos para la caridad perfecta al consagrar a Dios la voluntad por la obediencia, el cuerpo por la castidad y los bienes exteriores por la pobreza.
Deben seguir los consejos evangélicos los que voluntariamente se obligan a ellos, v.gr. los religiosos que por votos se obligan a guardar los tres consejos evangélicos dichos, según la regla del propio instituto.
El estado religioso es un género de vida, aprobado por la Iglesia, en que se hace profesión de tender a la perfección por los votos de pobreza, castidad y obediencia, hechos conforme a una regla aprobada por la Iglesia.
El mismo Jesucristo instituyó el estado religioso.
El estado religioso manifiesta la santidad de la Iglesia y le proporciona excelentes operarios para su defensa y extensión.
Además de los de orden espiritual que tienden a moralizar la sociedad proporcionándole como consecuencia orden y paz, los religiosos han contribuido poderosamente al progreso material, intelectual y artístico en todas las épocas.
Puede abrazar el estado religioso el que se siente con vocación para ello y no tiene impedimentos.
Por vocación se entiende el llamamiento por el cual Dios asigna a cada hombre el estado de vida a que su Providencia le destina.
De la correspondencia a la propia vocación depende la paz y la felicidad en esta vida y la consecución de gracias especiales para lograr la salvación.
Quien desea conocer su vocación debe orar, reflexionar y consultar a personas prudentes.
Ejemplos bíblicos: Desprendimiento que deben tener los que quieren seguir a Jesucristo (S. Mateo VIII, 18-22; San Lucas IX, 57-62). El amor a las riquezas impide cumplir su propósito a un joven que desea seguir a Jesucristo (S. Mateo XIX, 16-24; S. Marcos X, 17-23; S. Lucas XVIII, 18-25).
(1939).
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