martes, 6 de abril de 2010

Emaús.

El domingo de Pascua estuvo lleno de una gran actividad por parte de Jesús. Parece como si le consumiera el deseo de manifestarse cuanto antes a todos los suyos. El sabe lo mal que lo han pasado, su desconcierto y su pena. Y quiere cuanto antes sacarles de su tristeza y devolverles la esperanza.
El mismo domingo se apareció a dos discípulos que se dirigían a Emaús, una aldea distante unos doce kilómetros de Jerusalén. Estos habían salido de la ciudad a primeras horas de la tarde y habían oído lo que decían las mujeres acerca del sepulcro vacío. Pero esto no había sido suficiente para levantar en ellos la fe en la resurrección. Encontrar a Jesús vivo después de lo sucedido en el Calvario estaba muy lejos de sus mentes.
Los dos hombres caminaban apesadumbrados por la tragedia del viernes mientras hablaban de los acontecimientos que había tenido lugar, del ir y venir de las mujeres…; también, ¡cómo no!, de los ratos pasados junto al Maestro, de sus esperanzas perdidas…
Jesús resucitado, como un viajero más, les dio alcance y se emparejó con ellos. Pero no percibieron que era El, pues sus ojos estaban incapacitados para reconocerlo. El Señor no quería aún ser identificado y ellos podían haber pensado cualquier cosa menos que el Maestro estaba a su lado.
(…)
En lo hondo de su corazón, estos dos hombres profesan un fervor extraordinario hacia Jesús. Aun estando tan desolados, los discípulos no se han desligado del todo; ciertamente, desbordan admiración hacia su antiguo Maestro.
Jesús les dijo: ¡Oh necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?
El nuevo compañero de viaje se mostró muy versado en las Escrituras, pues comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas les interpretaba todos los pasajes referentes al Mesías. (…) Llegaron al término del viaje… y ellos le suplicaron: Quédate con nosotros, porque ya está anocheciendo y va a caer el día.
Jesús presidió la cena y realizó los gestos acostumbrados: pronunció la bendición, dividió el pan, lo distribuyó… como hacía siempre, con su estilo propio. Entonces lo reconocieron; sus gestos eran inconfundibles. Se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Y Jesús desapareció de su presencia. Recordaron como su ánimo había cambiado mientras le escuchaban y su corazón se llenaba hasta rebosar: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?
La esperanza había nacido en sus corazones y crecía ahora de un modo incontenible. Y con la esperanza renació el amor a su Maestro.
Quédate también con nosotros, Señor… Mane nobiscum, quoniam advesperascit et inclinata est iam diez. Quédate con nosotros, porque ya está anocheciendo y va a caer el día.
Francisco Fernández Carvajal: Como quieras Tú. Cuarenta meditaciones sobre la Pasión del Señor. Madrid: Ediciones Palabra. 1999.

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