domingo, 4 de abril de 2010

Domingo de Pascua de Resurrección.

No está aquí porque ha resucitado.
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La Resurrección de Jesús no es la de un muerto que ha vuelto a la vida, como en el caso del joven de Naín y de Lázaro, que recibieron de nuevo vida terrena; una vida, sin embargo, destinada más tarde a la muerte definitiva. Jesucristo resucitó a una forma de vida gloriosa, y ya no muere más; vive para siempre junto al Padre, y está a la vez muy cerca de nosotros.
La Resurrección y aparición son hechos distintos. La Resurrección no se agota en las apariciones. Estas no son la Resurrección, sino tan sólo un reflejo, una manifestación de ella. Es el mismo Jesús quien se manifiesta, quien se hace ver, el que sale al encuentro. Las apariciones no son el resultado de la fe, no son efecto de la fe, de la esperanza o de un amor y de un deseo muy grande de los discípulos de ver el Maestro. La fe “no produce” la aparición. Es el Resucitado el que toma la iniciativa, el que se hace presente y desaparece en cada ocasión.
También se deduce claramente de los evangelios la continuidad entre el Crucificado en el Calvario y el Resucitado que se aparece en Jerusalén y en Galilea. Se trata del mismo Jesús, reconocido al hablar, al partir el pan… Esta identidad se pone de manifiesto incluso en el aspecto corporal. Así, Jesús invita a comprobar mediante el tacto que es Él mismo, y muestra las heridas de las manos, el costado abierto…
Los evangelistas, y también el mismo Credo, describen las diferentes apariciones del Resucitado con la palabra griega óphte, que se suele traducir por apareció; pero tal vez fuera más exacto decir: se dejó ver. Jesús, después de la resurrección, pertenece a un plano de la realidad que normalmente se sustrae a los sentidos. Sólo así tiene explicación el hecho, narrado por los evangelios, de la presencia irreconocible de Jesús en ocasiones diversas. El ya no pertenece al mundo perceptible por los sentidos, sino al mundo de Dios. Pueden verlo tan sólo aquellos a quienes El mismo se lo concede. Y en esa forma especial de visión participan también el corazón, el espíritu y la limpieza interior del hombre. Así se explica mejor que María Magdalena, los discípulos de Emaús, los apóstoles que se encuentran de pesca en el lago de Genesaret no lo reconozcan al principio.
(…)
¡Con qué amor sale Jesús al encuentro de las almas que lo buscan!¡Qué bueno es para quienes hacen algún intento por acercarse a El! Y cómo desaparecen nuestros pesares cuando descubrimos a Jesús vivo, glorioso, que está a nuestro lado y que nos llama por nuestro nombre. ¡Qué alegría encontrarle tan próximo, tan familiar, poderle llamar con nuestro acento peculiar, que El bien conoce! Nuestra oración es nuestra dicha más profunda. Y también el soporte donde se apoya la vida entera. No dejemos de buscarle si alguna vez no le vemos; si perseveramos, El se hará encontradizo con nosotros y nos llamará por el apelativo familiar, y recobraremos la paz y la alegría, si la hubiéramos perdido. Una sola palabra de Jesús nos devuelve la esperanza y los deseos de recomenzar.
Francisco Fernández Carvajal: Como quieras Tú. Cuarenta meditaciones sobre la Pasión del Señor. Madrid. Ediciones Palabra. 1999.

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