domingo, 23 de septiembre de 2012

XVII Domingo después de Pentecostés.


La lectura en Maitines del libro de Tobías suele coincidir más o menos con este Domingo, y por eso útil nos será estudiar paralelamente el Breviario y el Misal, conforme lo venimos haciendo en todos los Domingos.
Tobías parece que vivió en tiempo de Salmanasar, hacia fines del siglo VIII antes de J. C., cuando los israelitas del Norte fueron deportados a Asiria. Viéronse entonces descuajados de su suelo natal y puestos en un ambiente pagano; pero eso no obstante, Tobías permaneció siempre fiel a su Dios y a las santas leyes patrias, aun en medio de rudas pruebas, lo mismo que el santo Job. Hasta llega a decir de él el sagrado Texto que, aun cuando era el más joven de toda la tribu de Neftalí, “nada de pueril se notó en su conducta, pues, siendo aún niño, observaba todas las cosas conforme a la Ley de Dios”.
Luego casó con una de su misma tribu, llamada Ana, y tuvo un hijo al que impuso su propio nombre, “enseñándole desde su niñez a temer a Dios y a abstenerse de todo pecado”. Cautivo Tobías en Nínive, era el sostén y paño de lágrimas de sus hermanos desterrados, ejercitando con ellos todo género de obras de misericordia.
Pero Dios, por lo mismo que le amaba, quiso probarle, para aquilatar así su virtud, y quedó de pronto ciego, viendo sus ojos quemados por excrementos de golondrinas, bajo cuyo nido se había quedado descansando. “Mas ni aun entonces se contristó contra Dios, antes quedó inmóvil en su santo temor, dando gracias al Señor todos los días de su vida.” Acostumbraba decir: “Somos hijos de santos, Y esperamos una vida que Dios ha de dar a los que jamás pierden su fe en Él.”
A su hijo, entre otros muchos, dábale estos sapientísimos consejos: “Hijo mío, ten a Dios presente todos los días de tu vida, cuídate muy bien de consentir jamás en pecado. Da de tus bienes en limosna, y no apartes tu cara de ningún pobre... lo que no quieras te hagan, no lo hagas a otro.”
He ahí el precepto del amor de Dios y del prójimo, del amor práctico que la Epístola y el Evangelio nos inculcan. Practicándolo podremos exclamar algún día con el viejo Tobías, a1 recobrar la vista del cuerpo y atisbar con los ojos sobrenaturales del alma la dicha del reino mesiánico: “Oh Jerusalén! Con luz espléndida brillarás, y todos los confines de la tierra te adorarán. Naciones de muy lejos vendrán a ti y, trayendo presentes adorarán en ti al Señor... Todas las plazas serán pavimentadas con piedras blancas y puras, y se cantará en tus calles: ¡Aleluya!...”.
Tal es la Jerusalén celestial, y aun el reino de Dios en la tierra, la Iglesia santa, católica, apostólica y romana. “Quien la bendice será bendito.” Todos sin excepción son llamados a ella para “formar un solo cuerpo” el cual va animado de “un solo Espíritu” que es el mismo Espíritu Santo, infundido el día de Pentecostés:  “Todos tenemos una misma esperanza, una fe, un bautismo”. (Ep.).
Cristo Jesús, su divino fundador y cabeza, que el día de su Ascensión puso a sus enemigos por peana de sus pies, a modo de los antiguos vencedores,  “sea bendito en los siglos de los siglos”. (Ep.).
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