domingo, 16 de septiembre de 2012

XVI Domingo después de Pentecostés.


Síguese leyendo leyendo como en las primeras semanas de Septiembre el admirable libro de Job, tan saturado de sublime poesía como de saludables enseñanzas. Mediante él llegaremos también a comprender la misa de este día.
Job es el tipo del hombre justo, a quien el diablo orgulloso quiere humillar, por ver si logra rebelarlo contra Dios. 
Pero sucedió lo contrario de lo que él quería y esperaba, pues lejos de blasfemar contra el Altísimo, y de cocear rabiosamente contra el aguijón, besó sumiso y humilde la mano que le hería.
En Job tenemos todos los cristianos un modelo perfecto del hombre humilde y resignado a la divina voluntad y muy pronto ensalzado en premio de su humildad y rendimiento (Ev.).
El orgullo es un vicio detestable y odiosísimo por el cual el hombre busca elevarse más alto de lo que en realidad es, contra el dictado de la misma razón. Fúndase en error e ilusión, al revés de la humildad, que se cimenta en la verdad pura. El hombre que la posee tiene de sí un concepto exacto. 
El humilde se tiene por poca cosa, y se abaja hasta el suelo de su vileza, reconociendo que si algo hay en él, es puro don de Dios, por lo cual no se engríe con hacienda y arreos ajenos. 
El soberbio viene a ser como el hidrópico del Evangelio, que, repleto de malos humores, parece rebosar salud y fuerzas, cuando en realidad está enfermo y sólo merece lástima. Está inflado, e inflados de aire y de humo vano están también los soberbios: hinchazón que no es salud, sino peligrosa enfermedad.
La soberbia impide al hinchado la entrada en el reino de los cielos, cuya puerta se nos dice ser estrecha; por ella con dificultad caben los ricos cargados de vanidades y tesoros, como tampoco así los soberbios.
Así que, lejos de infatuarnos con un orgullo y loca vanidad, procuremos ser humildes, pues se pone esto como condición absoluta para entrar en el reino de los cielos: “Si no os hiciereis como parvulitos, no entraréis en el reino de los cielos”, dijo y repitió la boca de la Verdad misma.
Cierto que es muy grande la dignidad del cristiano, que somos muy ricos; pero todo lo debemos a la inmensa liberalidad de Cristo, el cual nos hizo grandes y ricos, haciéndose Él pobre y pequeñito.
Al Padre, que en su Hijo benditísimo nos dio todo lo mejor que tenía, sea la gloria en Jesucristo y en la Iglesia por siempre jamás (Ep.). 
Cantémosle por ello un cántico nuevo (Alel.), y que todas las naciones y reyes pregonen su gloria, porque Dios ha establecido a su pueblo en la celestial Jerusalén (Grad.), al pueblo de los humildes que destina a su beatifica visión, y que será después el pueblo de los ensalzados, que en este mundo no tienen otra palabra en la boca sino aquélla del Salmista: “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre debe darse gloria.”.
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