domingo, 27 de mayo de 2012

Domingo de Pentecostés.


Jesús había establecido los fundamentos de la Iglesia en el curso de su vida apostólica, y le había comunicado sus poderes después de resucitar. Pero el Espíritu Santo debía completar la formación de los Apóstoles y revestirlos de la fuerza de lo alto. (Evangelio). Al reino visible de Cristo sucedía el reino invisible del Espíritu Santo, que venía a terminar y pulir la obra ya admirable de Jesús, a “renovar la faz de la tierra”.
Jesús, dice el Evangelio, había anunciado a sus discípulos la llegada del Espíritu Paráclito; y la Epístola nos muestra el cumplimiento de esa promesa. A la hora de Tercia se apodera del Cenáculo el Espíritu Santo, y un viento huracanado que de repente sopla en torno de la casa y la aparición de lenguas de fuego en el interior, son las señales maravillosas.
Alumbrados con las luces del Espíritu Santo (Oración colecta) y llenos de la efusión de sus siete Dones (Oración secreta), los Apóstoles son renovados  y van a renovar el universo entero (Introito, Aleluya). La Misa Mayor, a la hora de Tercia, es el momento en que nosotros recibimos también  “el Espíritu Santo que Jesús, subido al cielo, derramó en este venturoso día sobre los hijos de adopción” (Prefacio); pues cada uno de los Misterios del ciclo litúrgico produce frutos de gracia en nuestras almas el día en que la Iglesia lo celebra.
Como decíamos durante el Adviento al Verbo: “Ven, Señor, a expiar los pecados de tu pueblo”, digamos en este tiempo con la Iglesia al Espíritu Santo: “Ven, Espíritu Santo, hinche los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor”.
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