lunes, 8 de noviembre de 2010

Gregorio VII (El monje Hildebrando).

Hay hombres providenciales que con su virtud y gestiones de mando han centrado el rumbo verdadero a instituciones, y entre ellas a la misma Iglesia. Es el caso de Gregorio VII, conocido como “El monje Hildebrando”.
Este Papa defendió decididamente la autoridad del obispo de Roma, como ya lo había hecho San Clemente Romano (87-89) y San León Magno (440-461). Tuvo que afrontar con decisión el cisma de Focio en Constantinopla, que surgió a raíz de la condena por parte del Papa al rey de Lorena, Lotario II y a César Borgia, tío del emperador Miguel III, quienes pretendían el divorcio de sus legítimas esposas para casarse con otras.
El siglo X no fue un periodo de florecimiento espiritual; ningún papa santo aparece allí, sólo al final, y terminando el primer milenio del cristianismo, la Iglesia tuvo dos papas excelentes: Gregorio V (996-999), primer papa alemán, y Silvestre II, francés (999-1003).
En la primera parte del siglo XI hay una época tremendamente turbia en el pontificado por la dependencia en que se sumió bajo familias italianas, específicamente de los “condes de Túsculo”, que manejaron el papado como un feudo. Juan XVII y Juan XVIII, así como Sergio IV, fueron parte de ese gris ambiente. Con Benedicto IX se ennegrece aún más la figura del papado… Pero ya con Clemente II y Dámaso II comienzan a mejorar hasta llegar a san León IX, y luego a Nicolás II y Alejandro II. Si la Iglesia sale adelante, a pesar de tales circunstancias, es ciertamente milagro de la asistencia del Espíritu Santo.
Todo lo anterior hace ver que de esa situación tan difícil emergiera, por bondad divina, el famoso “Monje Hildebrando”, nacido en Toscana, Italia, hacia el año 1020.
Testigo de las dificultades de la Iglesia, por la injerencia de poderosos de la tierra sobre ella, y como necesaria superación de un estado de cosas tan lamentables en ella por falta de un cristianismo vivido a fondo, el Papa Gregorio VII emprendió una gran tarea de liberación de poderes extraños y de purificación de costumbres, comenzando por el clero. Grave mal era el llamado “derecho de investidura” que tenían seglares influyentes para propiciar los nombramientos eclesiásticos.
Época difícil de la Iglesia fue la que bordeó el paso del primero al segundo milenio y la figura clave para la futura marcha de la Iglesia, fue, ciertamente, la del “Monje Hildebrando”. Grandes dificultades sostenidas con el temple de quien fue, sin duda, un gran hombre y un gran santo, quien obró con firmeza, pero siempre con nobleza y con el espíritu del perdón que inspira el Evangelio.
(Msr. Libardo Ramírez Gómez: Grandes pontífices y apóstoles).

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