lunes, 12 de noviembre de 2012

Mes de María: HONRAR EL DULCE NOMBRE DE MARIA.


Objeto de grande interés es ordinariamente para los padres el nombre que han de poner al hijo recién nacido, porque parece que el nombre guardara íntima relación con el destino del hombre, siendo una especie de presagio de lo que ha de ser más tarde.
Pero Joaquín y Ana no tuvieron en inquietarse en buscar un nombre adecuado a la hermosa niña que acababan de dar a luz en la tarde avanzada de su vida. Ese nombre bajó del cielo y le fue comunicado por el ministerio de un ángel: era el de María.
Algunos días después de su nacimiento, la hija de Ana recibió ese nombre que tan dulce había de ser para los oídos de los que la aman, que es miel para los tristes y júbilo para el corazón cristiano. Hace muchos siglos que los peregrinos de la tierra lo pronuncian de rodillas y con actitud de profunda veneración, en homenaje de respetuoso acatamiento hacia la persona que lo lleva. Millones de almas lo repiten con filial amor y lo llevan esculpido en lo más secreto del corazón. Manan de él raudales de dulzura y lleva en sí mismo el sello de su origen celestial, comunicando a los que lo pronuncian con amor una virtud celestial, que hace brotar santos afectos y pensamientos purísimos en el alma.
Por eso, ese nombre está grabado con caracteres de oro en cada una de las páginas de la historia del mundo, en los anales de todos los pueblos cristianos y en todos los monumentos de la piedad de los fieles.
Todos los que lloran y padecen encuentran al repetirlo alivio y descanso en sus tribulaciones. Por eso el náufrago lo pronuncia en medio de la tempestad, el caminante al borde de los precipicios, el enfermo en medio de sus dolencias, el moribundo en el estertor de su agonía, el guerrero en lo reñido del combate, el menesteroso en las horas de su angustiosa miseria, el sacerdote en medio de las difíciles tareas de su ministerio, el alma atribulada cuando la tentación arrecia, el desgraciado cuando el infortunio lo hiere, y el pecador arrepentido al implorar la divina clemencia.
Ese nombre se oye también pronunciar en los momentos más solemnes de la vida; porque todos saben que el nombre de María no solo es consuelo en los grandes dolores de la vida y escudo de la protección en todos los peligros, sino también preciosa garantía que asegura un éxito favorable en todas las empresas.
Si tales son los efectos de ese nombre bendito, necios seremos si no lo repetimos con frecuencia, si no buscamos en él nuestro descanso, nuestro consuelo, nuestra fuerza. Hay días malos en la vida en que nuestro corazón no tiene ningún atractivo alguno por el bien y en que está como embargado por el hielo de la indiferencia; entonces alcemos al cielo nuestros ojos y digamos: María!... Hay horas en que fatigados de nuestra penosa marcha, nos sentimos desfallecer, sin tener ánimo y valor para el combate; entonces volvamos nuestras miradas a la que es fuerte como un ejército ordenado en batalla, y repitamos: María!... Hay momentos en que la desgracia parece anegarnos en sus aguas amargas y en que la desesperación nos hace perder toda la esperanza; entonces dirigiendo nuestras plegarias a la Consoladora de los afligidos, digamos: María!... Hay sobre todo un instante supremo: aquel en que daremos un adiós eterno a cuanto hemos amado en la vida, instante de dolorosa ansiedad, de tristes desengaños, de eterna separación, instantes en que se decidirá nuestra eterna suerte; entonces volvamos nuestros ojos al cielo y repitamos: María!... Que el nombre de María sea en todas las circunstancias de nuestra vida la expresión de nuestras convicciones: en los momentos de gozo sea nuestro cántico de reconocimiento; en el combate, nuestro signo de victoria; en la desolación, nuestro grito de socorro, y en la hora de la muerte, nuestra corona y nuestra recompensa.


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