domingo, 8 de julio de 2012

Sexto Domingo después de Pentecostés.


Un pensamiento predomina en la liturgia de este día: Hay que matar en nosotros el pecado con un arrepentimiento sincero, pidiendo a Dios la gracia de nunca jamás recaer en él. El Bautismo nos hizo morir al pecado, la Penitencia nos restituye de nuevo la gracia divina, siendo como una segunda tabla después del naufragio de la inocencia, y la Eucaristía nos presta fortaleza contra las recaídas.
A ello nos convida hoy el Breviario, el cual trae en forma de apólogo la lastimosa caída de David, quien, a pesar de ser tan virtuoso, todavía dejó entrar en su corazón la sierpe del pecado.
Apasionado por la mujer de Urías, la hermosa Betsabé, puso a su legítimo marido a la vanguardia de su ejército en una batalla contra los Amonitas, y Urías sucumbió en la refriega conforme al intento y deseos del Rey.
Pero Dios, que amaba a David, no podía dejar sin ejemplar reprensión y castigo tamaña iniquidad; y por eso 
le envió luego al profeta Natán para decirle: “Había en cierta ciudad dos hombres, rico uno y el otro pobre. El rico poseía grandes rebaños. el pobre nada absolutamente tenía sino una sola ovejita, que había comprado y alimentado, y que había crecido en su misma casa juntamente con sus hijos, comiendo de su pan, bebiendo en su copa, durmiendo en su seno, de manera que era para él como una hija. Pero habiendo venido un extraño a casa del rico, robó la oveja al pobre, y se la sirvió en la mesa a su huésped, porque no quería tocar en su propio rebaño”.
Al oír esto David, exclamó indignadísimo: “¡Vive Dios, que ese hombre merece la muerte!”
Repuso entonces Natán: “¡Tú eres ese hombre!”
Y al punto contestó David a Natán: “¡Ay de mi, que he pecado contra el Señor!” Añadió Natán:  “Por haberte arrepentido, el Señor te perdona; no morirás. He aquí tu castigo: el hijo que Betsabé te ha dado morirá”. Y tal sucedió como lo había dicho el profeta. Entonces fue David al Templo del Señor, y lloró contrito y humillado (Com.).
Pondera S. Ambrosio (2º Noct.) la humildad de David  y su inmenso dolor por su culpa, que fue el que le atrajo el perdón del cielo, al contrario de lo que le hubiera sucedido si la hubiese negado y se hubiese disculpado de ella, como hicieron nuestros primeros padres, y como hacen la mayoría de los hombres, agravando de esa manera su pecado. “Aun los Santos del Señor, añade, que sólo anhelan proseguir en la lucha comenzada y recorrer por entero la carrera de la salvación, si a veces, siendo hombres como son, vienen a flaquear, no tanto por afición al pecado cuanto por la nativa debilidad, luego se levantan, y, más ardorosos para la marcha, compensan el tropezón con rudos combates. Así, su caída, lejos de retrasarlos, sólo sirve para estimularlos y hacerles correr más que antes”.
Pues bien, en el bautismo fuimos sepultados con Cristo, y con Él fue crucificado nuestro hombre viejo, para que muramos al pecado y resucitemos en Él a nueva vida (Ep.). Si por desgracia recayéramos, pidamos a Dios nos sea propicio (Int., Grad., Alel., Sec.), y nos devuelva la gracia del Espíritu Santo, ya que de Él proviene todo don perfecto (Or.).
Después hemos de llegarnos al altar (Com.) y recibir en él la S. Eucaristía, cuya virtud nos fortalecerá contra 
nuestros enemigos (Posc.) y nos conservará en el fervor de la piedad (Or.), porque el Señor es la fortaleza de su pueblo y el guía que jamás le dejará de la mano (Int).
Por eso también leemos hoy el Evangelio de la multiplicación de los panes,  figura de la Eucaristía, que es nuestro necesario viático. La divina Eucaristía nos ahorrará también lamentables caídas, perfeccionando en nosotros la gracia bautismal y afianzará nuestros pasos en las sendas del Señor (Ofert.)
El Señor bondadosísimo dice que no quiere dejarles volver a sus casas sin haber comido, no sea que desfallezcan en el camino. Si alguno desfallece en el camino, no habrá que achacarlo a la comida; porque si Elías pudo andar por el desierto cuarenta días, con el vigor que le comunicó el pan suministrado por un Ángel, con harta más razón podremos andar durante los cuarenta años de la vida por la tierra extraña de Egipto, si nos alimentamos del Pan divino, que en el altar se nos sirve.
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