miércoles, 15 de abril de 2009

Miércoles de Pascua.

“Dicis eis Jesus: Veníte, prandéte. Et nemo audébat discumbéntium interrogáre eum: Tu qui es? Sciéntes, quia Dominus est. Et venit Jesus, et áccipit panem, et das eis, et piscem simíliter. Hoc jam tértio manifestátus est Jesus discípulis suis, cum resurrexísset mórtuis. (“Díceles Jesús: Venid, comed. Y ninguno de los comensales osaba preguntarle: ¿Quién eres Señor? Sabiendo que era el Señor. Acércase, pues, Jesús, y toma el pan, y se lo distribuye, y lo mismo hace del pez. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos, después que resucitó de entre los muertos”. Sequéntiam sancti Evangélii secúndum Joánnem 21, 1-14.
“Al alba, se presentó Jesús en la orilla. Jesús resucitado va en busca de los suyos para fortalecerlos en la fe y en su amistad, y para seguir explicándoles la gran misión que les espera. Los discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús, no acaban de reconocerle. Están a unos doscientos codos, a unos cien metros. A esa distancia, entre dos luces, no distinguen bien los rasgos de un hombre, pero pueden oírle cuando levanta la voz. ¿Tenéis algo de comer?, les pregunta el Señor. Le contestaron: No. El les dijo: Echad la red a la derecha de la barca, y encontraréis. Y Pedro obedece: La echaron y ya no podían sacarla por la gran cantidad de peces. Juan confirma la certeza interior de Pedro. Inclinándose hacia él, le dijo: ¡Dóminus est! ¡Es el Señor! Pedro, que se ha estado conteniendo hasta este momento, salta como impulsado por un resorte. No espera a que las barcas lleguen a la orilla. Al oír Simón Pedro que era el Señor, se ciñó la túnica y se echó al mar.
“El amor de Juan distinguió inmediatamente al Señor en la orilla: ¡Es el Señor! “El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta estas delicadezas. Aquel apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡Es el Señor!”.
“Por la noche –por su cuenta-, en ausencia de Cristo habían trabajado inútilmente. Han perdido el tiempo. Por la mañana, con la luz, cuando Jesús está presente, cuando ilumina con su Palabra, cuando orienta la faena, las redes llegan repletas a la orilla.
“En cada día nuestro ocurre lo mismo. En ausencia de Cristo, el día es noche; el trabajo, estéril: una noche más, una noche vacía, un día más en la vida. Nuestros esfuerzos no bastan, necesitamos a Dios para que den fruto. Junto a Cristo, cuando le tenemos presente, los días se enriquecen. El dolor, la enfermedad, se convierten en un tesoro que permanece más allá de la muerte; la convivencia con quienes nos rodean se torna junto a Jesús un mundo de posibilidades de hacer el bien: pormenores de atención, aliento, cordialidad, petición por los demás…
“El drama de un cristiano comienza cuando no ve a Cristo en su vida; cuando por la tibieza, el pecado o la soberbia se nubla su horizonte, cuando se hacen las cosas como si no estuviera Jesús junto a nosotros, como si no hubiera resucitado.
“Debemos pedirle mucho a la Virgen que sepamos distinguir al Señor en medio de los acontecimientos de la vida; que podamos decir muchas ves: ¡Dóminus est! ¡Es el Señor! Y esto, en el dolor y en la alegría, en cualquier circunstancia. Junto a Cristo, cerca siempre de El, seremos apóstoles, en medio del mundo, en todos los ambientes y en todas las situaciones”.

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