jueves, 30 de abril de 2009

Jesucristo, autor de nuestra redención, IV.

“Pero la Pasión y muerte de nuestro divino Redentor nos revelan su eficacia, sobre todo en sus frutos.
“San Pablo no se cansa de nombrar los bienes que nos valieron los infinitos méritos adquiridos por el hombre Dios en su vida y padecimientos. Cuando de ellos habla, alborózase el gran Apóstol; no encuentra para expresar este pensamientos otros términos que los de abundancia, sobreabundancia y riqueza, que declara insondables. La muerte de Cristo nos redime, “nos acerca a Dios, nos reconcilia con El”, “nos justifica”, “nos trae la santidad y la vida nueva de Cristo”. Y para resumirlo todo, el Apóstol compara a Cristo con Adán, cuya obra vino a reparar; Adán nos trajo el pecado, la condenación, la muerte; Cristo, segundo Adán nos devuelve la justicia, la gracia, la vida. Translati de morte ad vitam; la redención ha sido abundante: Copiosa apud eum redemptio. “Porque no sucede lo mismo con el don gratuito –la gracia- como con la culpa… y si por la culpa de un solo hombre la muerte reinó aquí abajo, con mayor razón los que reciben la abundancia de la gracia reinarán en la vida únicamente por Jesucristo; donde el pecado había abundado, sobreabundó la gracia; por eso “no hay condenación para aquellos que quieren vivir unidos a Jesucristo, que están reengendrados en El”.
“Nuestro Señor, al ofrecer a su Padre en nuestro nombre una satisfacción de valor infinito, suprimió el abismo que existía entre el hombre y Dios: el Padre eterno mira desde entonces con amor a la especie humana, rescatada por la sangre de su Hijo; cólmala, a causa de su Hijo, de todas las gracias que ha menester para unirse a El, “para vivir para El de la vida misma de Dios”: Ad serviendum Deo viventi. Así, todo bien sobrenatural que recibimos, todas las luces que Dios nos prodiga, todos los auxilios con que envuelve nuestra vida espiritual, nos son concedidos en virtud de la vida, de la pasión y la muerte de Cristo; todas las gracias de perdón, de justificación, de perseverancia, que Dios da y dará eternamente a las almas de todos los tiempos, tienen su fuente única en la Cruz.
“¡Ah! Verdaderamente, si “Dios ha amado al mundo hasta darle a su Hijo”; sin nos ha “arrancado del poder de las tinieblas y trasladado al reino de su Unigénito, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados”; “si nos ha amado, continúa San Pablo, a cada uno de nosotros y por nosotros se ha entregado”, para dar testimonio del amor que tenía a sus hermanos; si se ha dado a sí mismo con el fin de redimirnos de toda iniquidad y de “formarse, purificándonos, un pueblo que le pertenezca”, ¿por qué vacilar todavía en nuestra fe y en nuestra confianza en Jesucristo? Todo lo ha satisfecho, lo ha saldado y lo ha merecido; sus méritos son nuestros, y he ahí “que somos ricos con todos sus bienes”, de modo que si queremos, “nada nos faltará para nuestra santidad”: Divites facti estis in illo, ita ut nihil vobis desit in ulla gratia.
“Con frecuencia olvidamos el plan divino; olvidamos que nuestra santidad es una santidad sobrenatural, cuya fuente se halla en Cristo, nuestro jefe y nuestra cabeza, y de esa manera injuriamos los méritos infinitos, las satisfacciones inagotables de Jesucristo. Sin duda que nada podemos hacer por nosotros mismos en la vía de la gracia y de la perfección; nuestro Señor nos lo dice formalmente: Sine me, nihil potestis facere; y San Agustín, comentando este punto, añade: Sine parum, sine multum, sine illo fieri non potest sine qui nihil fieri potest. ¡Es esto tan verdadero! Ora se trate de cosas grandes, ora de cosas pequeñas, nada podemos hacer sin Cristo. Pero al morir por nosotros, Cristo nos ha abierto acceso a su Padre, un acceso libre y confiado, por el cual no hay gracia que no nos pueda venir. Almas de poca fe, ¿por qué dudamos de Dios, de nuestro Dios?”.
Fuente: Dom Columba Marmión: Jesucristo, vida del alma, 1927.

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