martes, 21 de abril de 2009

Coherederos con Cristo, I.

“Hablando de las virtudes teologales, que forman el séquito de la gracia santificante y son como las fuentes de la actividad sobrenatural en los hijos de Dios, dice San Pablo que “en esta vida permanecen tres virtudes: fe, esperanza y caridad”; mas la caridad, añade, es la más excelente de todas. ¿Por qué razón? Porque al llegar al cielo, término de nuestra adopción, la fe en Dios truécase en visión de Dios, la esperanza se desvanece con la posesión de Dios, pero el amor queda y nos une a Dios para siempre.
“He aquí en qué consiste la glorificación que nos espera y que será nuestra glorificación: veremos a Dios, amaremos a Dios, gozaremos de Dios; esos actos constituyen la vida eterna, la participación segura y completa de la vida misma de Dios; de ahí nace la bienaventuranza del alma, bienaventuranza de que participará también el cuerpo después de la resurrección.
“En el cielo veremos a Dios. Ver a Dios como El se ve, es el primer elemento de esa participación de la naturaleza divina que constituye la vida bienaventurada; es el primer acto vital en la gloria. En la tierra, dice San Pablo, no conocemos a Dios más que por la fe, de manera obscura; pero entonces veremos a Dios cara a cara: “Ahora, dice, no conozco a Dios sino de un modo imperfecto; mas entonces le conoceré como El mismo me conoce a mí”. No podemos ahora conocer lo que es en sí misma esa visión; pero el alma será fortalecida con la “luz de gloria”, que no es otra cosa que la gracia misma desplegándose en el cielo. Veremos a Dios con todas sus perfecciones; o mejor dicho, veremos que todas sus perfecciones se reducen a una perfección infinita, que es la divinidad; contemplaremos la vida íntima de Dios; entraremos, como dice San Juan, “en sociedad con la santa y adorable Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo”; contemplaremos la plenitud del Ser, la plenitud de toda la verdad, de toda santidad, de toda hermosura, de toda bondad. Contemplaremos, por siempre jamás, la humanidad de Verbo; veremos a Cristo Jesús, en quien el Padre puso sus complacencias; veremos al que quiso ser nuestro “hermano mayor”; contemplaremos los rasgos, para siempre gloriosos, de Aquel que nos libró de la muerte por su cruenta pasión y nos alcanzó el poder vivir esa vida inmortal. A El cantaremos reconocidos el himno: “Con tu sangre, Señor, nos has rescatado; nos hiciste reinar con Dios en su reino; a Ti sea honra y gloria”. Veremos a la Virgen María, a los coros de los ángeles, a toda esa muchedumbre de escogidos, incontables según dice San Juan, que rodea el trono de Dios.
“Esa visión de Dios, sin velos, sin tinieblas, sin intermedio, es nuestra futura herencia, es la consumación de la adopción divina. “La adopción de hijos de Dios, dice Santo Tomás, se efectúa mediante cierta conformidad de semejanza con aquel que es su Hijo por naturaleza”: Praedestinavit nos conformes fieri imaginis Filii sui. Eso se realiza de dos modos: en la tierra por la gracia, per gratiam viae, que es conformidad imperfecta; en el cielo, por la gloria, per gloria patriae, que será la perfecta conformidad, según aquello de San Juan: “Carísimos, nosotros ya somos hijos de Dios; mas lo que seremos algún día, no aparece aún; sabemos, sí, que cuando se manifiesta claramente Dios, seremos semejantes a El, porque le veremos como es”. Aquí, pues, nuestra semejanza con Dios no está acabada, mas en el cielo se mostrará con toda su perfección. En la tierra tenemos que trabajar, a la luz obscura de la fe, en hacernos semejantes a Dios, y en destruir el “hombre viejo”, dejando que se desarrollo el “hombre nuevo criado a semejanza de Jesucristo”. Debemos renovarnos, perfeccionarnos sin cesar, para acercarnos más al divino modelo. En el cielo se consumara nuestra semejanza con Dios y veremos que verdaderamente somos hijos de Dios”.
Fuente: Dom Columba Marmión: “Jesucristo, vida del alma”, 1927.

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