lunes, 27 de abril de 2009

Jesucristo, autor de nuestra redención, I.

“Cuando vino la plenitud de los tiempos, fijados por los decretos celestiales –leemos en San Pablo-, Dios envió a su Hijo, formado de una mujer, para libertarnos del pecado y conferirnos la adopción de hijos”: At ubi venit plenitudo temporis, misit Deus Filium suum, ut eos qui sub lege erant redimeret, ut adoptionem Filiorum reciperemus. Rescatar el género humano del pecado y devolverle por la gracia la adopción divina, tal es, en efecto, la misión principal del Verbo encarnado, la obra que Cristo venía a cumplir en la tierra.
“Su nombre, el nombre de Jesús que Dios mismo le impone, no está exento de significado: Jesus nomen vanum aut inanem non portat. Este nombre significa su misión especial de salud y señala su obra propia, la redención del mundo: “darásle el nombre de Jesús, dice el ángel enviado a San José, por que El es quien salvará al pueblo de sus pecados”.
“Porque esa es la misión que debía realizar, el camino que debía recorrer. “Dios puso sobre El”, hombre como nosotros, de la raza de Adán y al mismo tiempo justo, inocente y sin pecado, “la iniquidad de todos nosotros”: Posuit in co iniquitatem ómnium nostrum., porque se hizo en cierto modo solidario de nuestra naturaleza y de nuestro pecado. De ahí que mereciese hacernos a su vez solidarios de su justicia y de su santidad. Dios, según la expresión enérgica de San Pablo, condenó el pecado en la carne, enviando por el pecado a su propio Hijo, en una carne semejante a la del pecado”: Deus Filium suum mitens in similitudinem carnis peccati, et de peccato damnavit peccatum in carne; y añade con una energía aún más acentuada: “Dios hizo pecado por nosotros a Cristo, que no conocía el pecado”: Eum qui non noverat peccatum, pro nobis peccatum fecit. ¡Qué valentía en esta expresión!: Peccatum fecit, el Apóstol no dice: Peccator, “pecador”, sino Peccatum, “pecado”.
“Cristo, por su parte, aceptó tomar sobre sí todos nuestros pecados, hasta el punto de llegar sobre la Cruz a ser, en cierto modo, el pecado universal, el pecado viviente. Púsose voluntariamente en lugar nuestro, y por eso fue herido de muerte: su sangre será nuestro rescate.
“El género humano quedará libre, “no con oro o con plata, que son cosas perecederas, sino por una sangre preciosa, la del Cordero inmaculado y sin tacha, la sangre de Cristo, que ha sido designada desde antes de la creación del mundo.
“¡Oh! no lo olvidemos “hemos sido rescatados a gran precio”. Cristo derramó por nosotros hasta la última gota de su sangre. Es verdad que una sola gota de esa sangre divina hubiera bastado para redimirnos; el menor padecimiento, la más ligera humillación de Cristo, un solo deseo salido de su corazón, hubiera sido suficiente para satisfacer por todos los pecados, por todos los crímenes que se pudieran cometer; porque siendo Cristo una persona divina, cada una de sus acciones constituye una satisfacción de valor infinito. Pero Dios, “para hacer brillar más y más a los ojos del mundo entero el amor inmenso que su Hijo le profesa”, Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem, y “la caridad inefable de ese mismo Hijo para con nosotros”: Majorem hac dilectionem nemo habet; para hacernos palpar por modo más vivo y sensible cuán infinita es la santidad divina y cuán profunda la malicia del pecado, y por otras razones que no podemos descubrir, el Padre eterno reclamó como expiación de los crímenes del género humano todos los padecimientos, la pasión y muerte de su divino Hijo; de manera que la satisfacción no quedo completa sino cuando desde lo alto de la Cruz, Jesús, con voz moribunda, pronunció el Consummatum est: “Todo está acabado”.
“Sólo entonces su misión personal de redención en la tierra quedó cumplida y su obra de salud plenamente realizada”.
Fuente: Dom Columba Marmión, Jesucristo, vida del alma, 1927.

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