miércoles, 23 de noviembre de 2011

Llegada de San Pedro a Roma.

Bajo el reinado de Claudio, el año 42 de nuestra era, un viajero, cubierto de polvo y abrumado por el cansancio de un largo camino, llegaba a la entrada de Roma, cerca de la puerta Naval.

Un filósofo romano, amante de novedades, impresionado al observar el traje del extranjero y la expresión grave e inteligente de sus rasgos, le habló, entablándose el diálogo siguiente:

El filósofo – Extranjero: ¿de dónde vienes? ¿Cuál es tu país?

Pedro – Vengo de Oriente; y pertenezco a una raza que vosotros detestáis, a la que habéis expulsado de Roma: mis compatriotas se encuentran relegados al otro lado del Tíber. Soy judío de nación, nacido en Betsaida de Galilea.

El filósofo – ¿Qué es lo que te trae a Roma

Pedro – Vengo a destruir el culto de los dioses que vosotros adoráis y a haceros conocer al único verdadero Dios que no conocéis. Vengo a establecer una Religión nueva, la única buena, la única divina.

El filósofo – ¡A fe que esto es algo nuevo! ¡Hacer conocer un nuevo Dios, establecer una Religión nueva!… ¡La empresa es grande! Pero, ¿cuál es el Dios desconocido de que hablas?

San Pedro - Artus Quellin IPedro – Es el Dios que ha creado el cielo y la tierra: es un solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios Padre ha enviado al mundo a su Hijo único, Jesucristo, que se hizo hombre sin dejar de ser Dios. Como hombre, fue al principio carpintero en una pequeña aldea, Nazaret; vivió pobre; murió en una cruz en Jerusalén para expiar los pecados del mundo, pero resucitó al tercer día. Como Dios, tiene todo poder en el cielo y en la tierra, y me envía para deciros que todos los dioses del Imperio no son sino falsas deidades introducidas por el demonio. Él es el único verdadero Dios a quien se debe adorar en todo el universo.

El filósofo – ¡Por Júpiter, tú deliras!… ¡Tú querrías derribar los altares de nuestros dioses, que han dado a los romanos el imperio del mundo, para hacer adorar en su lugar a un Dios crucificado! Pero ¿puede, acaso, imaginarse algo más absurdo, más impío?

Pedro – No, no deliro. Dentro de poco vuestros templos serán un montón de ruinas; y en Roma no habrá más que un solo Dios, el Dios crucificado en Jerusalén…

El filósofo – ¿Y qué vienes a anunciarnos de parte de un Dios tan extraño?… Seguramente tu Religión debe ser cómoda, fácil y atrayente, puesto que esperas substituir con ella la religión del Imperio.

Pedro – La Religión que yo predico parece una locura a los hombres. Obliga a la inteligencia a creer misterios insondables, y al corazón a domar todas sus pasiones. Condena todos los vicios que tienen templos en esta ciudad; impone la práctica de las virtudes más difíciles: lahumildad, la castidad, la caridad, la penitencia.

El filósofo – ¿Y qué prometes a los secuaces de tu Religión?

Pedro – Aquí en la tierra tendrán que soportar incesantes luchas, privaciones y sufrimientos. Deben estar prontos a sacrificarlo todo, hasta la propia vida, antes que apostatar de su fe. Pero en el cielo, después de su muerte, yo les prometo un trono de gloria más hermoso que todos los tronos del mundo.

El filósofo – Si los romanos renuncian a las delicias de la vida para abrazar tu Religión tan austera; si cambian los bienes presentes por los tronos que les prometes sobre las nubes, yo te miraré como a un Dios.

Pedro – Yo no soy nada por mí mismo, pero Aquél que me envía es todopoderoso. Yo vengo en su nombre a enseñar a todas las naciones y a restablecer su Religión en todo el universo.

El filósofo – ¡Dioses inmortales! ¡Jamás hombre alguno soñó con semejante proyecto!… Establecer una Religión de tal naturaleza en Roma, en el centro de la civilización y de las luces; querer hacer adorar a un Galileo crucificado, ¡es locura!… ¿Quién eres tú para soñar en semejantes empresas?

Pedro – ¿Ves allá en la orilla a aquellos pescadores? Pues ése es mi oficio. Para ganar el pan, he pasado una buena parte de mi vida remendando redes y pescando en un pequeño lago de mi tierra.

El filósofo – ¿De qué medios dispones para imponer al mundo tus ideas? ¿Tienes, por ventura, soldados más numerosos y más valientes que los de César?

Pedro – Nosotros somos doce, diseminados por todos los pueblos, y mi Dios me prohibe emplear la violencia. Él nos ha enviado como ovejas en medio de los lobos. No tengo más arma que esta cruz de madera…

El filósofo – ¿Posees, al menos, inmensos tesoros para ganar discípulos?

Pedro – No tengo ni oro ni plata. En el mundo no poseo más que este vestido que me cubre.

El filósofo – En ese caso, confiarás en tu elocuencia. ¿Cuánto tiempo has estudiado con los retóricos de Atenas o de Alejandría el arte de persuadir a los hombres?

Pedro – Ignoro los artificios del lenguaje. No he frecuentado más escuela que la del carpintero, mi Maestro, y no sé nada fuera de la santa Religión que Él me ha enseñado.

El filósofo – Pero, ¿esperas tú entonces que los emperadores, los magistrados, los gobernadores de provincia, los ricos y los sabios favorezcan tu empresa?

Pedro – No; toda mi esperanza está en Dios. ¿Cómo podría yo contar con los ricos, los sabios y los césares?… Yo mando a los ricos que desprecien sus riquezas, a los sabios que sometan su razón al yugo de la fe, al César que abdique su dignidad de gran Pontífice y acate las órdenes de Aquél que me envía.

El filósofo – En tales condiciones, fácil cosa es prever que todo estará contra ti. ¿Qué intentas hacer cuando tal suceda?

Pedro – Morir sobre una cruz: mi divino Maestro me lo ha predicho.

El filósofo – Verdaderamente esto es lo más inverosímil de todo cuanto acabas de decirme. Extranjero, tu empresa es una locura… ¡Adiós!

El romano se va, mientras, hablando consigo mismo, dice: «¡Pobre loco! Es una lástima que este judío haya perdido la cabeza; parece una persona respetable».

Pedro besa su cruz de madera y penetra en Roma. Allí, a pesar de los sacerdotes, a pesar de los filósofos, a pesar de los Césares, funda la Religión de Jesucristo; hace adorar por esos orgullosos romanos a unjudío crucificado; persuade a los voluptuosos a que practiquen la penitencia y puebla de vírgenes aquella ciudad disoluta. El ignorante pescador demuestra su doctrina tan cumplidamente, que los que la abrazan derraman con gusto su sangre en defensa de la misma.

Algunos años más tarde, el apóstol extiende sus brazos sobre la cruz que ha predicado. Su muerte fija para siempre en Roma la sede de su imperio. Después de su martirio, la cátedra desde la cual ha enseñado nunca queda vacante. Durante trescientos años la espada de los Césares hiere a todos los que la ocupan. Pero su trigésimo segundo sucesor bautiza al César y enarbola la cruz sobre el Capitolio. En adelante, la cruz de madera llevada a Roma por Pedro dominará sobre el mundo: Stat crux dum volvitur orbis.

¿No es éste un milagro? ¡Un pescador triunfa de todo el poder romano encarnizado en destruir su obra, y el mundo adora a un judío crucificado, bajo la palabra de doce pescadores de Galilea! ¡Esto no era humanamente posible, y, sin embargo, ha sucedido!… La locura de la cruz ha triunfado de todo el universo: he ahí el monumento inmortal de la divinidad del Cristianismo. ¡El dedo de Dios está ahí!…

La Religión Demostrada - P. A. Hillaire

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