viernes, 22 de abril de 2011

La Crucifixión

En cuanto llegaron los reos se procedió a la crucifixión. Jesús estaba exhausto. Hacía tiempo que todos sus esfuerzos estaban centrados en un único objetivo: mantenerse en pie. Era mediodía. Los evangelistas no facilitan muchos datos sobre este suplicio, porque era bien conocido por todos.

Los soldados comenzaron su tarea despojando a Jesús de sus vestiduras y pertenencias. Los judíos solían llevar una túnica que iba en contacto con el cuerpo, y el manto, por fuera. Este estaba compuesto por varias piezas de tela cosidas. En cambio, la túnica podía estar tejida de una sola pieza.

Al contacto con la túnica, las heridas producidas por la flagelación se habían restañado. Ahora, vuelven a abrirse y la sangre mana de nuevo. Entre las llagas de los látigos y las producidas por la cruz y las caídas, el cuerpo de Jesús no tiene un solo lugar sano.

Cuando iban a comenzar a clavar las manos en el madero, los soldados ofrecieron a Jesús un vino fuerte mirrado (Mc). Era costumbre reservarlo para el instante en que el condenado iba a sufrir ese terrible tormento. Tenía un cierto carácter de analgésico; adormecía y amortiguaba un poco la sensibilidad de la víctima ante el desgarro que producían los clavos al penetrar en la carne.

Jesús lo probó (Mt), pero no lo tomó. Lo rechazó porque quería estar bien consciente hasta el final. San Agustín explica que el Señor quiso sufrir hasta el extremo de pagar el máximo precio de nuestro rescate. No quiso privarse de ningún dolor.

Y le crucificaron (Mc). Estas breves palabras lo resumen todo.

Jesús quedó colocado mirando al cielo, con los brazos extendidos sobre el tosco madero transversal. Los clavos, largos, de carpintero, atravesaron la carne y desgarraron los tendones: primero una mano, después la otra.

Es probable, como se manifiesta en la Sábana Santa, que los clavos penetraran por las muñecas (…) por el pequeño espacio libre que existe entre el conglomerado de huesecillos que la configuran, el crucificado permanece sólidamente sujeto a la cruz, y no hay que romper ningún hueso, con lo cual el clavo penetra con un solo golpe de martillo. Esto provoca un dolor espantoso, pues por ese lugar pasan todos los nervios que van a la mano, haciendo esta y las yemas de los dedos sumamente sensibles al tacto. (…).

Después de clavar las manos izaron su cuerpo, mediante una polea en el palo vertical, que ya estaba clavado en el suelo. Después fueron clavados los pies. No debió resultar tarea fácil: el clavo rompía la carne, los tendones, las venas (…).

El peso del cuerpo suspendido de los clavos, la forzada inmovilidad, la elevada fiebre que sobrevenía, la sed que provocaba esta fiebre, los espasmos y las convulsiones produjeron en Jesús un intensísimo dolor. Ha llegado su hora, la que llevaba esperando tantos años.

(…).

Miremos despacio a Cristo en la Cruz. “Poned los ojos en el Crucificado –aconsejaba Santa Teresa-, y todo (dificultades, cansancio, escasez…) se os hará poco” (Moradas VII, 4, 8). Todo es llevadero si estamos cerca de Cristo en la Cruz, a quien amamos de verdad.

“Amo tanto a Cristo en la Cruz, que cada crucifijo es como un reproche cariñoso de mi Dios… Yo sufriendo, y tú…cobarde. Yo amándote, y tú olvidándome. Yo pidiéndote…, y tú…negándome. Yo, aquí, con gesto de Sacerdote Eterno, padeciendo todo lo que cabe por amor tuyo…y tú te quejas ante la menor incomprensión, ante la humillación más pequeña…” (San Josemaría, Via Crucis, estac. XI, nº 2).

Aceptemos con paz, con amor, el dolor, la enfermedad, las contradicciones graves… y también esas pequeñeces diarias que a veces nos hacen perder la paz. A veces, es lo único que podemos ofrecer. No las dejemos pasar.

(Fuente: Francisco Fernández Carvajal: Como quieras Tú. Cuarenta meditaciones sobre la Pasión del Señor. Madrid. Ediciones Palabra 1999).

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