sábado, 9 de abril de 2011

Creo en la vida eterna.

Y así aunque sabemos con seguridad que moriremos, ignoramos por completo cuándo y cómo; y Dios nos ocultó esa hora para que le honrásemos y temiésemos más, como a dueño y soberano de la vida y de la muerte, y para que a cada instante estuviésemos preparados para ella (S. Lucas XII, 40).

A continuación de la muerte viene el juicio. “Está decretado a los hombres el morir una sola vez y después el juicio” (s. Pablo a los Hebr. IX, 27). Este es el juicio particular. Sin embargo al fin del mundo habrá otro juicio universal. (S. Mateo XXIV).

Respecto del Purgatorio, recuérdense los pasajes de la Sagrada Escritura relativos a él, pero sobre todo la fe y constante y antiquísima tradición de la Iglesia universal.

Debo tener presente que así los tormentos del infierno como los goces del cielo, no son iguales para todos sino proporcionados a cada uno: aquellos a las maldades del impío; estos, a los merecimientos del justo.

Evitar toda exageración especialmente tratándose del infierno, ni se quiera fundar en razón lo que descansa principalmente en la fe. Recuérdese que los testimonios de la Sagrada Escritura son demasiado claros y frecuentes para que cerremos los ojos ante una verdad ciertamente pavorosa (S. Mateo III, 12; S. Marcos IX, 42-47; S. Lucas III, 17; S. Judas VI, 7; II Tesal. I, 7-9; Apoc. XIV, 19-20; XX, 10; Isaías XXXIII, 14).

Vida litúrgica.

Toda la liturgia católica está empapada en el pensamiento de la eternidad. Cada festividad litúrgica es un himno a la vida perdurable de los santos, y cada oración del misal un aspiración o anhelo de la patria bienaventurada de los cielos. Vivamos, pues, esa vida litúrgica intensa que nos permita dar el debido valor a las cosas, apreciándolas a la luz de la eternidad y midiéndolas con ese criterio y medida del cristiano.

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