Jesús les dijo: ¡Oh necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?
El nuevo compañero de viaje se mostró muy versado en las Escrituras, pues comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas les interpretaba todos los pasajes referentes al Mesías. Las palabras de Jesús les penetraban hasta lo más íntimo del corazón.
Llegaron al término del viaje. El desconocido hizo ademán de continuar adelante. Han pasado algunas horas de la tarde y el día declina ya. Jesús quiere que le insistan para quedarse con los dos discípulos. Y ellos se lo suplicaron: Quédate con nosotros, porque ya está anocheciendo y va a caer el día. Y el Señor se quedó con ellos.
Jesús presidió la cena y realizó los gestos acostumbrados: pronunció la bendición, dividió el pan, lo distribuyó… como hacía siempre con su estilo propio. Entonces lo reconocieron; sus gestos eran inconfundibles. Se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Y Jesús desapareció de su presencia. Recordaron como su ánimo había cambiado mientras le escuchaban y su corazón se llenaba hasta rebosar: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? La esperanza había nacido en sus corazones y crecía ahora de modo incontenible. Y con la esperanza renació el amor a su Maestro.
Ahora caen en la cuenta: una conversación así no podía ser más que de Jesús; nadie podía hablarles de aquella manera ni desvelar de modo semejante las Escrituras. ¿Cómo no nos hemos dado cuenta antes?, pensarían.
¿Qué iban a hacer ahora que habían visto a Jesús Resucitado? Salir corriendo hacia Jerusalén, a pesar de estar oscureciendo. ¡Deben dar la enorme noticia a los demás! No hay tiempo ni para comer. Ya lo harían en la ciudad.
(Rvdo. P. Francisco Fernández Carvajal).
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