En varias otras ocasiones Jesús proclamó bienaventurado o dichosa a alguna persona: a quien no se escandaliza de él (Mt 11, 6; Lc 7, 23); a Simón Pedro, porque lo ha confesado como el Hijo del Dios viviente (Mt 16, 17); al servidor a quien su señor, al regresar, lo encuentra despierto y esperándolo (Mt 24, 46); a los que oyen la palabra de Dios y la cumplen (Lc 11, 28); al que da de comer a quienes no le pueden retribuir (Lc 14,14), y precisamente porque no le pueden corresponder; a quienes ven lo que los discípulos están viendo (Lc 10, 23); a quienes siguen el ejemplo de humildad que él dio (Jn 11, 17); a los que crean sin haber visto (Jn 20, 29); a quienes toman conciencia del anuncio de la salvación, que viene del amor del Padre (Jn 15, 11), recalcando Jesús que este es el gozo que él mismo tiene; a los que, luego de su anonadamiento, lo volverán a ver (Jn 16, 22), agregando que esta dicha nadie se las podrá quitar. Afirma también Jesús que “habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión” (Lc 15, 7), ilustrando la afirmación con los ejemplos del pastor que encuentra una oveja perdida (Lc 15, 4-6; Mt 18, 12-14); y de la mujer que encuentra una moneda que se le había extraviado (Lc 15, 8 y ss). Pero en donde se revela en todo su esplendor la alegría de Dios es, sin duda, en la incomparable parábola del hijo pródigo, que bien mereciera ser llamada la parábola del padre amoroso. Cuando el hijo perdulario regresa al hogar paterno, ante la envidia mezquina y amarga del hermano mayor, el padre le dice: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo, pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 31 y ss). El hijo mayor no ha sabido valorar lo que es vivir junto a sus padres; peor aún, se entristece porque otros se alegran del regreso de su hermano: es la patente contradicción con la recomendación de San Pablo: ¡Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran! (Rom 12, 15).
Tal vez se podría agregar un indicio decidor de la actitud del Maestro con respecto a la sana alegría humana: el milagro de la conversión del agua en vino en las fiestas de bodas que se celebraran en el pueblecito de Caná (Jn 2, 1-11), demuestra que, en la perspectiva de Jesús, entraba él a participar en momentos de alegría de otras personas, e incluso favorecerlas. Cuando Jesús habló con delicado acento acerca de la belleza de los lirios del campo (Mt 6, 28 y ss), insinuó, es posible, la alegría ante la belleza de las cosas humildes, y tomó pie de allí para subrayar el valor de la búsqueda “del reino de Dios y su justicia” (Mt 6, 33).Cardenal Jorge Medina Estévez.
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