Reflexión al Santo Evangelio de la Sancta Missa.
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“Dixit ergo Jesus: Fácite hómines discúmbere. Erat autem foenum multum in loco. Discubuérunt ergo viri, número quasi quinque míllia. Accépit ergo Jesus panes, et cum grátias egísset, distríbuit discumbéntibus; simíliter et ex píscibus, quantum volébant” (“Pero Jesús dijo: Haced sentar a esas gentes. En aquel lugar había mucha hierba. Sentáronse, pues, como unos cinco mil hombres. Tomó entonces Jesús los panes, y habiendo dado gracias a su Padre, los repartió entre los que estaban sentados, y lo mismo hizo con los peces, dando a todos cuanto querían”. Joánnem 6, 1-15).
La impresión producida por este milagro de la multiplicación de los panes y de los peces debió ser naturalmente profunda y extraordinaria, ya por su larga duración, ya porque se repitió tantas veces como personas comieron del pan y de los peces multiplicados. Bajo la impresión de esta gran maravilla que, naturalmente, debió a traer a la memoria de todos la milagrosa manera con que Moisés alimentaba al pueblo de Israel el desierto, y cuando los pensamientos de todos se elevaban por la proximidad de la Pascua, no es raro que aquella multitud se preguntase si Jesús era el gran profeta anunciado y prometido, o sea el Mesías. Y en efecto, entre aquellos hombres, que, como galileos, eran naturalmente accesibles al entusiasmo, surgió el plan de proclamar a Jesús, rey de Israel. Lo que inspiró este proyecto fue seguramente la gratitud, la admiración y la convicción de que Jesús era el Mesías. Desde este punto de vista no andaba la multitud fuera de razón, pero se equivocaba al creer que el reino del Mesías debía ser un reino de este mundo. En ese designio, pues, había a la vez bien y mal, fe e incredulidad, gratitud y egoísmo.
El Salvador penetró los pensamientos de la multitud, y para frustrar sus designios, ordenó a sus discípulos que se embarcasen en seguida y fuesen a la ribera occidental, hacia Bethsaida. De este modo podría El deshacerse más fácilmente de la multitud, la cual, al ver que Jesús no contaba permanecer más allí, no tuvo más remedio que dispersarse. Jesús se retiró para orar, hacia las montañas de donde había bajado para instruir al pueblo. Esta oración extraordinaria es indicio de que aun preparaba algún otro acontecimiento importante.
Tal fue la primera multiplicación de los panes: un hermoso e importantísimo misterio. Lo es, ante todo, relativamente a la persona y al carácter de Jesús, quien nos reveló magníficamente su Corazón ardiendo en celo por las almas: a la vista de aquel pobre pueblo, olvida su necesidad de descansar, va hacia él y no se cansa de instruirle. En este misterio se nos revela también la bondad del Corazón de Jesús, cuando obra el milagro por pura misericordia, sin necesidad de que nadie se lo pidiese; su piedad, empezando el milagro por una oración; su generosidad, dando alimento, y en abundancia, a los que habían venido a privarle del descanso; su sabiduría, su humildad y su abnegación, disponiéndolo todo para que el milagro no pudiese ser negado, y no obstante obrándolo en silencio, sin aparato, con el concurso de los Apóstoles, y negándose luego a que el pueblo le proclamase rey, por reconocimiento.
Este milagro ofrece también a nuestra fe nuevas perspectivas y horizontes; ya haciendo resaltar con viva luz el poder divino de Jesús; ya dando realidad al mundo de las imágenes y figuras del pasado, recordándonos a Moisés y el maná; ya presagiando el porvenir de Jesús mismo, o sea la cuarta Pascua que debía celebrar en Jerusalén; ya descubriendo su vida eucarística en el seno de la Iglesia. Los apóstoles no pudieron menos de sentir crecer y consolidarse su fe al ver con este milagro tan gloriosamente revelada la divinidad de su Maestro. En este milagro, es la primera vez que encontramos a los Apóstoles realmente asociados a un milagro del Salvador; ellos le sirven, por decirlo así, de instrumentos, preludiando de este modo su gloriosa vocación, su sublime ministerio, por lo que se refiere a la Santa Eucaristía, que es el alma de la Iglesia.
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