Luego que el cadáver de Jesús fue descendido de la cruz, perdemos el rastro de ella. En el siglo IV, cuando el emperador Constantino Magno llegó a ser la cabeza del Imperio romano, su madre, santa Elena, realizó una peregrinación a Tierra Santa y construyó allí al menos dos templos importantes: el que cubría el Santo Sepulcro de Cristo, de forma redonda, y la grandiosa basílica de la Natividad, en Belén, que cubría, a su vez, las grutas en una de las cuales nació Jesús. La Emperatriz Elena tenía motivos para sentir gran devoción por la cruz de Cristo. Ella recordaba, sin duda, que su hijo había visto en las nubes, precisamente el día antes de la batalla en que triunfó de Majencio y que le abrió las puertas del Imperio, una cruz, y había escuchado una voz que le decía “in hoc signo vincis” (“en este signo vencerás”, o “este signo te dará la victoria”). La tradición dice que Constantino hizo poner una cruz sobre cada uno de los estandartes de sus legiones. Y venció.
Santa Elena, ya en Jerusalén, se dio a la tarea de buscar la cruz del Señor. Hizo hacer grandes excavaciones, seguramente orientada por tradiciones verbales de la comunidad cristiana de Jerusalén, y encontró tres cruces. La tradición dice que la de Cristo fue identificada por un milagro que se realizó al tocar sucesivamente con los diversos maderos a un enfermo. Hoy día, cuando uno visita la Basílica del Santo Sepulcro, en la parte izquierda, mirando desde la puerta del Santo Sepulcro hacia la nave central, hay una profunda excavación a la que se desciende por una escalinata de piedra muy larga, y que conduce al lugar subterráneo donde la tradición identifica el sitio del hallazgo de la verdadera cruz.
Encontrada la cruz, sus maderos fueron divididos sólo Dios sabe en cuántas partes, y hoy hay muchos lugares en que venera algún trozo, generalmente muy pequeño, de la cruz de Cristo: frecuentemente astillas apenas visibles. El arte cristiano fabricó preciosos relicarios para conservar los trozos de la verdadera cruz. Los más grandes se conservan en Jerusalén y en la Basílica de la Santa Cruz, en Roma.
Siglos más tarde el trozo de la verdadera cruz conservado en Jerusalén cayó, como botín de guerra, en poder de los persas, pero fue recuperado por el Emperador bizantino Heraclio, y devuelto a Jerusalén.
En Chile hay trocitos de la verdadera cruz, considerados auténticos, en la Catedral de Santiago, en la parroquia santiaguina de la Veracruz (que recibió su nombre de la reliquia de la cruz que regaló, para que allí se venerara, la Reina Isabel II de España), en la Catedral de Rancagua, y en poder de una familia árabe originaria de Jerusalén. No son los únicos, pues hay seguramente otros en algunas iglesias y en poder de familias que los recibieron de sus antepasados. (Cardenal Jorge Medina Estévez).
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