Esta doctrina de la cruz, pilar fundamental de la predicación cristiana (Hech 4, 10; 1 Pd 1, 18; 3, 18, 4, 1), es la expresión concreta del misterio pascual, misterio de muerte y de resurrección. Negarla es negar la fe, y por eso el apóstol nota con profunda tristeza que “son muchos los que se condenan –y lo digo con lágrimas- como enemigos de la cruz de Cristo, cuya suerte será la perdición” (Flp 3, 18s). Y él mismo nos explica en qué consiste esa actitud de enemistad hacia la cruz: en apreciar sólo las cosas terrenas, en tanto que el verdadero discípulo de Cristo tiene ciudadanía en los cielos (vs 19s).
La enseñanza de san Pablo es el eco fidelísimo de la de Jesús: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24; Mc 8, 34). “El que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí” (Mt 10, 38). El Evangelio de S. Lucas agrega una precisión: hay que tomar la cruz cada día (Lc 9, 23), e insiste en lo que significa no querer asumir la cruz: “el que no toma su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 27). De modo que el misterio pascual del Señor, su muerte y su resurrección para nuestra salvación, marca el camino del que, como miembro de Cristo, no puede menos de participaren su itinerario que conduce a la salvación y a la gloria.
No sabemos exactamente cuándo comenzaron los cristianos a usar el signo de la cruz. Lo probable es que haya sido muy pronto. En efecto, san Hipólito romano, a comienzos del siglo III, alrededor del año 215, habla que los fieles se “signaban” con la señal de la cruz, y que lo hacían sobre la frente. Lo habían antes de orar y en momentos de tentación, contra las acechanzas de Satanás. Para Hipólito, la señal de la cruz está en íntima relación con Cristo, el cordero pascual, cuya sangre había sido prefigurada por aquella de los corderos de la primera pascua de Egipto, con la que se habían marcado los dinteles de las puertas como signo protector ante la inminencia de la postrera plaga. Hacer, pues, el signo de la cruz, es evocar la pasión y muerte de Cristo, es invocar su poder redentor y es poner un atajo poderoso a las insidias del demonio (ver la Tradición Apostólica, nºs 41 y 42).
Ya en el siglo IV la teología de la cruz está sólidamente asentada. Un ejemplo muy claro al respecto es el dan las catequesis de san Ambrosio, obispo de Milán, reunidas en el opúsculo titulado “De Mysteriis” (= “Acerca de los Misterios”), el que puede fecharse alrededor del año 390. Cito algunas frases de esta obra. Es misterio de salvación “el madero, en el cual estuvo clavado el Señor Jesús cuando sufrió por nosotros… Meriba era una fuente amarga, pero Moisés la tocó con el palo, y se hizo dulce. El agua, sin la predicación de la cruz del Señor no es útil para ningún uso conducente a la salvación eterna; pero una vez que ha sido consagrada por el misterio saludable de la cruz, entonces se entibia para el uso del lavado espiritual y de la bebida de salvación… ¿Qué es el agua sin la cruz de Cristo, sino un elemento común sin provecho alguno sacramental?”. En la catequesis de s. Ambrosio la cruz es una especie de resumen del misterio de la salvación. “Predicar la cruz” es una fórmula que sintetiza el anuncio de la obra salvadora de Jesús: su pasión, su muerte, su resurrección y su acción permanente y siempre actual.
Cardenal Jorge Medina Estévez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario