miércoles, 17 de marzo de 2010

El misterio pascual, II.

Retengamos algunos elementos de la Pascua judía: inmolación de un cordero macho, de un año y sin defecto, muerto sin quebrar ninguno de sus huesos; señalamientos de los dinteles de las puertas con la sangre del cordero; liberación de la plaga del exterminio; salida del país de la opresión y de la idolatría; encaminamiento hacia la tierra prometida, el lugar del descanso, de la paz, de la libertad y de la abundancia. Y todo ello, merced a la intervención poderosa de Dios, que confunde a los enemigos de su pueblo y sella con él la Alianza de amor. ¿No tienen todos y cada uno de estos elementos una transcripción en clave cristiana? ¿No se cumplieron en plenitud, con un nuevo sentido, en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo? Dijo san Agustín, hace muchos siglos, que “en la Antigua Alianza está latente la Nueva, y en la Nueva está patente la Antigua”. ¿No se aplica esa palabra luminosa a la antigua Pascua, figura y anuncio de la nueva?
La “Pascua de Yavé”, el “paso del Señor”, es un acto salvador para el pueblo de Israel. Para las generaciones posteriores sería demasiado evidente que Israel estaba destinado a la desaparición, a la pérdida de su identidad, a una esclavitud sin fin, a no ser que interviniera, como en verdad intervino, el Dios que salva. Por eso la Pascua llenaba el corazón de todo judío de un sentimiento profundo de gratitud: cuando el pueblo yacía sin esperanzas, Yavé tomó la iniciativa, “desplegó el poder de su brazo” y amó a Israel como un esposo ama a su esposa (Ex 16, 1-14). Una de las características de la acción salvadora de Dios para con su pueblo es la gratitud: Dios amó a Israel con soberana libertad, simplemente porque quiso amarlo.
*
La Pascua Cristiana.
*
Una frase de San Pablo resulta ser la clave para comprender la “pascualidad” cristiana: “Nuestra Pascua es Cristo que ha sido inmolado” ( 1 Cor 5, 7). El nombre significativo de “cordero de Dios” es dado a Jesús por Juan Bautista (Jn 1, 29. 36), y precisamente en un sentido litúrgico y sacrificial: Jesucristo es el cordero de Dios, porque es él quien quita el pecado del mundo mediante su inmolación. Es posible que el vocabulario de Juan Bautista refleje el de Isaías, que ve al Siervo de Yavé “oprimido”, humillado, sin abrir la boca, como un cordero que es llevado al degüello” (Is 53, 7); y es ciertamente el antecedente de la visión del apóstol S. Juan que contempla al “cordero degollado” (Apc 5, 6), el que “con su sangre ha comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua y pueblo y nación, y los ha hecho para nuestro Dios reino y sacerdotes” (Ib, 9 y ss). Así como la sangre del cordero pascual protegió a los israelitas de la plaga del exterminio, en Egipto, así la sangre de Cristo nos libra del pecado, causa de la verdadera muerte. Y de modo análogo como la primera Pascua fue el comienzo de la peregrinación hacia una vida nueva, en una tierra en que se pudiera servir a Dios con plena libertad, así, la segunda Pascua, la definitiva, introduce al nuevo pueblo de Dios en la libertad de los hijos de Dios, cuya máxima expresión es la de “vivir para Dios” (Rom 14, 8), haciendo de la vida toda una “ofrenda viva, santa, agradable a Dios” (Rom 12, 1). El Cordero de Dios, Cristo, nos hace reino, para que seamos libres del pecado, y nos hace sacerdotes para que nuestra vida esté plenamente orientada hacia el Padre de los cielos. Como para el antiguo Israel, la salvación de nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, es un don gratuito cuya iniciativa viene del Señor, un regalo inmerecido, y la fuente de la actitud de alabanza en que todo cristiano vive, al recordar estas nuevas “maravillas de Dios”, estas “proezas del poder de su brazo”, hechas patentes en la humillación y glorificación de su Hijo Jesucristo.
Cardenal Jorge Medina Estévez.

No hay comentarios: