martes, 16 de marzo de 2010

El misterio pascual, I.

La expresión “misterio pascual” y su contenido han tomado bastante importancia en los últimos decenios. No es que fuera desconocida antes, o que sea una novedad, sino que el esfuerzo por rescatar valores tradicionales de la santa Liturgia ha conducido a revalorizar una expresión que apunta al corazón mismo de la fe cristiana y católica.
Entre nosotros existe una dificultad par percibir con exactitud el sentido del misterio pascual, y es que, por una costumbre cuyos orígenes ignoro, el nombre de “Pascua”, que desde siempre se aplicó a la fiesta de la Resurrección del Señor, se ha aplicado también a la fiesta de la Navidad, a tal punto que en muchos ambientes cuando se emplea la palabra “Pascua” se piensa ante todo en la Navidad y no en la Resurrección.
Nuestro punto de partida será el Evangelio de S. Lucas. En su capítulo 22, entre los versos 1 y 23, se emplea seis veces la palabra “Pascua” (vss. 1, 7, 8, 11, 13 y 15), aparte de una probable alusión en el vs. 22 (ver Mt 26, 2.17; Mc 14, 1. 12. 14. 16).
Estos textos, que conviene leer con atención, nos colocan en el ambiente en que se desarrollaron los últimos acontecimientos de la vida terrenal de Jesús. El Señor, como todo buen israelita, se muestra deseoso de celebrar la Pascua judía, ese rito importantísimo de la Antigua Alianza, cuya descripción y obligatoriedad aparecen muy claras en el libro del Éxodo 12, 1 a 13, 16. Si se quiere comprender el sentido cristiano de la Pascua, no se puede ignorar lo que ella significaba para los judíos, para el mismo Jesús y para sus discípulos. Hay que leer el texto del Éxodo, retener sus elementos más importantes, y comprender, luego, su sentido a la luz de la revelación evangélica. Sin esa lectura no comprenderemos en profundidad por qué es tan central en la fe y en la vida cristiana el misterio pascual (ver también Lv 23, 5-8; Num 28, 16-25; Dt 16, 1-8).
En tiempos de Jesús, y desde hacía siglos, dos fiestas judías se habían compenetrado: la de los ácimos (=panes sin levadura) y la de la Pascua (=inmolación del cordero pascual). Ambas fiestas estaban relacionadas con la salida de los israelitas de Egipto, pues en la víspera habían inmolado el cordero y habían marcado los postes con su sangre, y al salir llevaron la masa para hacer el pan sin que hubiera tiempo de fermentar. La expresión bíblica de “comer la Pascua” se refería, en tiempos de Jesús, tanto a comer el animal joven asado como a servirse, durante la comida ritual, pan sin fermentar o ácimo.
Para los israelitas, la Pascua era el momento de hacer memoria de los prodigios que, en todo tiempo, había hecho Dios a favor de su pueblo, pero muy especialmente del beneficio de la liberación de la esclavitud soportada en Egipto, la tierra no sólo de la servidumbre, sino el país infestado de ídolos, donde no era posible honrar debidamente a Yavé: el Dios de Israel.
Los israelitas recordaban, al celebrar la Pascua, que en la noche antes de su salida de Egipto, una terrible mortandad se había abatido sobre la país del Nilo, de la que sólo se habían librado las casas de los judíos, cuyos dinteles habían sido marcados con la sangre de los corderos inmolados. Fue esa horrenda plaga la que doblegó el corazón del Faraón, y lo indujo a permitir al pueblo de Israel que saliera de Egipto con todos sus bienes. La circunstancia de que el Ángel del Señor hubiera “pasado de largo” por las casas de los israelitas sin hacerles daño dio origen al uso de la palabra “Pascua”, porque su significado en hebreo es “pasar”, “pasar de largo”, “perdonar”. Por eso dice el libro del Éxodo: “Es la Pascua, o sea, el paso, del Señor” (Ex 12, 11). Comer el cordero pascual era, pues, hacer un vivo memorial de la Pascua o “paso” salvador de Yavé.
Cardenal Jorge Medina Estévez.

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