Podemos distinguir tres usos de la palabra “cruz” y sus derivados en la S. Escritura: uno, el que se refiere a la materialidad del instrumento de su suplicio, o al hecho de la crucifixión de un hombre cualquiera; el segundo, se refiere a la cruz como el modo preciso en que Cristo Jesús realizó nuestra salvación; y en tercero, la cruz significa sufrimiento o purificación. El tercer sentido tiene con frecuencia relación con el segundo, en la medida en que el cristiano une sus dolores a los del Señor Jesús. Ciertamente el segundo sentido es el más importante y se proyecta en el tercero.
En el Antiguo Testamento la palabra “cruz” fue empleada (en el texto latino de la Biblia), como sinónimo de “patíbulo” u “horca” (ver Gn 40, 19 y Est 5, 14 y 9, 25). En el libro del Deuteronomio, se dice que el que ha sido condenado a muerte y ejecutado colgándolo de un árbol “es una maldición de Dios” (Dt 21, 23). Esa palabra bíblica fue considerada por San Pablo como referida a Cristo porque él “nos rescató de la ley, haciéndose el mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura “maldito todo el que está colgado de un madero” (Hech 5, 30). El madero era, pues, señal de maldición. La muerte de Cristo haría que por medio de él llegara a los paganos “la bendición de Abraham, y por la fe recibiéramos el Espíritu de la Promesa (de Dios)” (Gal 3, 14).
San Pablo afirma que Cristo lo envió “a evangelizar, y no con sabia dialéctica, para que no se desvirtúe la cruz de Cristo; porque la doctrina de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para que se salvan” (1 Cor 1, 17s). Hay, pues, una sabiduría de la cruz que no es perceptible para los que son sabios según el mundo, los que no podrían comprender los sentimientos de Cristo Jesús, quien “existiendo en forma de Dios, no codició como botín codiciable ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 6-11). Por eso el propio apóstol afirma que “Dios quiso salvar a los creyentes por la locura de la predicación. Porque los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero para los llamados, sean judíos o paganos, es poder y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 21-24). Es muy sugerente que el apóstol hable reiteradamente de la “locura” de la predicación, oponiéndola a la “sensatez” de este mundo: esa oposición es lo que explica que la salvación es un “misterio” que sólo es accesible a la luz de la fe, y tal punto que quienes no tienen fe llegan a tener por insensatez y locura los caminos de la salvación. Si San Pablo se hubiera acomodado a las perspectivas humanas, se habría “acabado el escándalo de la cruz”, como él mismo lo dice (Gál 5, 11); y, consiguientemente, nadie sería “perseguido por la cruz de Cristo” (Gál 6, 12). Pero el apóstol tiene sentimientos muy diversos: “Por lo que a mí me toca, jamás me gloriaré sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gál 6, 14). Y agrega una frase misteriosa: “por lo demás, que nadie me moleste, porque llevo en mi cuerpo las señales del Señor Jesús (Gál 6, 17). ¿Hablaría el apóstol de las cicatrices que dejaron en su cuerpo los malos tratos sufridos a causa de la fe? ¿O fue él el primero de los cristianos que recibió la gracia mística de la impresión de las llagas, como siglos más tarde la recibiría san Francisco de Asís? (Cardenal Jorge Medina Estévez)
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