lunes, 15 de febrero de 2010

Reflexión: Domingo de Quincuagésima

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En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
Ocurrió –leemos en el Evangelio de la Misa- que la llegar a Jericó había un ciego sentado junto al camino mendigando.
Algunos Padres de la iglesia señalan que este ciego a las puertas de Jericó es imagen “de quien desconoce la claridad de la luz eterna” (San Gregorio Magno), pues en ocasiones el alma puede sufrir también momentos de ceguera y oscuridad. El camino despejado que vislumbró un día se puede tornar desdibujado y menos claro, y lo que antes era luz y alegría ahora son tinieblas, y una cierta tristeza pesa sobre el corazón. Muchas veces esta situación está causada por pecados personales, cuyas consecuencias no han sido del todo zanjadas, o por la falta de correspondencia a la gracia: “quizá el polvo que levantamos al andar –nuestras miserias- forma una nube opaca, que impide el paso de la luz” (San Josemaría Escrivá); en otras ocasiones, el Señor permite que esa difícil situación para purificar el alma, para madurarla en la humanidad y en la confianza en El. En esa situación es lógico que todo cueste más, que se haga más difícil, y que el demonio intente hacer más honda la tristeza, o aprovecharse de ese momento de desconcierto interior.
Sea cual sea su origen, si alguna vez nos encontramos en ese estado, ¿qué haremos? El ciego de Jericó –Bartimeo, el hijo de Timeo- nos lo enseña: dirigirnos al Señor, siempre cercano, hacer más intensa nuestra oración, para que tenga piedad y misericordia de nosotros. El, aunque parece que sigue su camino y nosotros quedamos atrás, nos oye. No está lejos. Pero es posible que nos suceda lo que a Bartimeo: Y los que iban delante le reprendían para que se callara. El ciego encontraba cada vez más dificultades para dirigirse a Jesús, como nosotros “cuando queremos volver a Dios, esas mismas flaquezas en las que hemos incurrido, acuden al corazón, nublan el entendimiento, dejan confuso el ánimo y querrían apagar la voz de nuestras oraciones”(San Gregorio Magno). Es el peso de la debilidad o del pecado, que se hace sentir.
Tomemos el ejemplo del ciego: Pero el gritaba mucho más: Hijo de David, ten piedad de mí. “Ahí lo tenéis: aquel a quien la turba reprendía para que callase, levantaba más y más la voz; así también nosotros (…), cuanto mayor sea el alboroto interior, cuanto mayores dificultades encontremos, con más fuerza ha de salir la oración de nuestro corazón” (San Gregorio Magno).
Jesús se paró en el camino cuando daba la impresión de que seguía hacia Jerusalén y mandó que llamaran al ciego. Bartimeo se acercó y Jesús le dijo: ¿Qué quieres que te haga? Ut videam, que vea, Señor. Y Jesús le dijo: Ve, tu fe te ha salvado. Y al instante vio, y le seguía, glorificando a Dios.
A veces será difícil conocer las causas por las que el alma pasa a esa situación difícil en que todo parece costar más. No sabremos quizá su origen, pero sí el remedio siempre eficaz: la oración. “Cuando se está a oscuras, cegada e inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz. Repite, grita, insiste con más fuerza: Domine, ut videam!” -¡Señor, que vea!... Y se hará el día para tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que El te concederá” (San Josemaría Escrivá).
Jesús, Señor de todas las cosas, podía curar a los enfermos –podía obrar cualquier milagro- del modo que estimara oportuno. (…) Hoy es muy frecuente que dé la luz a las almas a través de otros. Cuando los Magos se quedaron en tinieblas al desaparecer la estrella que les había guiado desde un lugar tan lejano, hacen lo que el sentido común les dicta: interrogar a quien debía saber dónde había nacido el rey de los judíos. Le preguntan a Herodes. “Pero los cristianos no tenemos necesidad de preguntar a Herodes o a los sabios de la tierra. Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad dela doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino (…). Por eso, si el Señor permite que nos quedemos a oscuras, incluso en cosas pequeñas; si sentimos que nuestra fe no es firme, acudamos al buen pastor (…), al que, dando su vida por los demás, quiere ser, en la palabra y en la conducta, un alma enamorada: un pecador quizá también, pero que confía siempre en el perdón y en la misericordia de Cristo” (Idem).
(…)
No dejemos de acudir al Señor, con una oración más intensa cuanto mayores sean los obstáculos interiores o externos que tratan de impedir que nos dirijamos a Jesús que pasa a nuestro lado. No dejemos de acudir a esos medios normales, por los que El obra milagros tan grandes.
Nuestra intención al acercarnos a la dirección espiritual es la de aprender a vivir según el querer divino (…). En quien nos ayuda vemos al mismo Cristo, que enseña, ilumina, cura y da alimento a nuestra alma para que siga su camino. (…) Si llevamos bien este medio de dirección espiritual, nos sentiremos como Bartimeo, que seguía en el camino a Jesús glorificando a Dios, lleno de alegría.
Glória Patri…
Amén.

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