En las acciones de la humanidad y en las de cada hombre, el Evangelio no es la única fuerza agente; junto a ella y contra ella existe una segunda fuerza que yo llamaría antievangelio.
El antievangelio tiene seguramente su origen en aquella frase pronunciada al comienzo de la historia del hombre: “Seréis como dioses”.
Ahora bien, en la historia de la humanidad, en la historia de cada persona –en mi propia historia-, este antievangelio, este contrario al Evangelio, tiene una como configuración individual o colectiva. Y siempre con diversas expresiones nuevas. Nosotros entretanto vivimos enzarzados en la trama de una expresión o formulación contemporánea de este antievengelio. Lo advertimos en nosotros y en torno a nosotros. Lo oímos, lo leemos, lo advertimos.
El antievangelio está en todas partes.
He aquí dos elementos característicos suyos: en el antivengelio se repite continuamente la tesis del primado de la materia. De lo material, de lo mundano, de lo económico.
El hombre está sometido a ello, debe estarlo, porque ello dirige todo.
Dirige las acciones del hombre, de forma absoluta. Este es el primer elemento.
El segundo elemento de este antievangelio es la tesis de la libertad como fin en sí misma.
El Evangelio afirma que la libertad es ir al amor. Eres libre para obrar bien, o lo que es lo mismo, para el amor.
El antievangelio dice: la libertad es un fin en sí misma.
Y con ello anula el amor, la posibilidad del amor en la vida humana, en las relaciones del hombre.
Es este un problema sobre el que habrá que volver pormenorizadamente para analizar el contenido humano del Evangelio.
Si el hombre está bajo el dominio de los medios, ¿en qué medida será él mismo el fin? ¿Cómo podrá convertirse en fin su libertad?
En el mundo del antievangelio no hay sitio para el perdón, no la hay para la parábola del hijo pródigo.
¡Y es que el mundo del antievangelio carece del Padre!
El antievangelio, lo mismo que el Evangelio, no es una fuerza abstracta. No; está en nosotros, en cada uno de nosotros. Y continuamente luchamos con él dentro de nosotros.
Y un último problema todavía: sabemos que el Evangelio termina con la Pasión de Cristo, con la Cruz. En realidad, después de la Pasión y la Muerte viene la Resurrección. ¡Pero la Cruz permanece como signo de Cristo y del Evangelio!
Fuente: De una tanda de ejercicios espirituales dirigidos a la juventud universitaria, Cracovia, 1962, en: Karol Wojtyla: Ejercicios espirituales para jóvenes. BAC Popular, Madrid, 3ra. Edición 2006.
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