La Eucaristía es el Sacramento más grande de nuestra fe, en el que se concentra todo. Nuestro Señor está presente en él como Hombre, Hijo de Dios e Hijo de María; está presente gracias a la fuerza de las palabras que pronunció y en fuerza de la institución; está presente bajo las especies que El mismo ha escogido como signo de su presencia.
Sabemos que todo esto acontece durante la última Cena en el momento en que dichas especies estaban, de un modo totalmente natural, sobre la mesa, entre aquellos que cenaban con El.
Y aquellas palabras que escucharon en esa ocasión los Apóstoles fueron muy significativas. Totalmente nuevas.
Cristo, refiriéndose al pan, dijo: “Esto es mi cuerpo que se ha entregado por vosotros”. Toma el cáliz y afirma: “Este es el cáliz de mi sangre, derramada por vosotros” (Lc 22, 19-20).
Y cuanto El dijo entonces (era todavía el Jueves Santo) contenía referencia al Viernes Santo.
Al día siguiente quedó claro que su propio cuerpo –el que tomó de la Virgen, su Madre- fue condenado a muerte y que su sangre fue derramada.
En ese momento se certificó la verdad de aquellas palabras pronunciadas en el cenáculo el día anterior, se certificó hasta el grado en que las confesamos cada vez que, por mandato expreso de Nuestro Señor Jesucristo, se produce la transustanciación y decimos: “Anunciamos tu muerte, ¡oh Señor!”.
Estas palabras que hoy pronunciamos se han enriquecido con dos mil años de tradición. Pero cuando se pronunciaron por primera vez para los discípulos y los Apóstoles de Cristo tenían para ellos la íntegra frescura del “hecho”.
Estas dos realidades acontecían al mismo tiempo, paralelamente, casi concretándose la primera en la segunda. Jesús instituyó hoy el sacramento de su muerte y al día siguiente se sometió a la muerte. Después los discípulos celebraron este sacramento, teniendo siempre ante los ojos el acontecimiento vivo al que se referían las palabras: “El cuerpo que se ha entregado, la sangre que se ha derramado”, y que confirmaba la verdad de las mismas. Nosotros seguimos diciendo: “Proclamamos tu resurrección”.
De los ejercicio espirituales del Arzobispo Wojtyla, Cracovia, 1972
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