domingo, 7 de febrero de 2010

Domingo de Sexagesima.

(II clase, morado) Sin Gloria, pero si Credo. Tracto. Prefacio de la Santísima Trinidad.
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"La semilla es la palabra de Dios": aquella palabra cuyo incansable sembrador fue Pablo, entre afanes y sufrimientos y hasta la muerte al filo de espada; aquella palabra encarnada en Cristo, Verbo divino, centro de la Sagrada Escritura.
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Reflexión
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Viene hoy en la liturgia el Evangelio del Sembrador. Precisamente, “la semilla es la palabra de Dios”. “En tiempo de Noé perecieron los hombres, y fue por su incredulidad; mientras que Noé construyó su arca guiado por la fe, condenando así al mundo y haciéndose heredero de la justicia que proviene de la fe”. “Y habrá, dice S. Agustín, tres especies de cosechas, como hubo tres pisos en el arca”.
La consecuencia que debemos sacar de esta parábola, es que es necesario remover todos los obstáculos que se oponen a que la palabra de Dios produzca en nuestro corazón los frutos que de ella son de esperar. He ahí, por qué añadió el Salvador estas importantísimas palabras: “El que tiene oídos para oír, que oiga” (Marc.,IV, 9; Matth., XIII, 9). Para hacer esto, la parábola misma nos ofrece excelentes motivos.
El primer motivo es la naturaleza del campo, o sea de nuestro corazón. Nosotros podemos producir fruto, si queremos. He aquí una diferencia esencial entre un trozo de tierra y nuestro corazón. Sobre este tenemos poder, mientras que sobre la tierra, nada podemos, o muy poco. Según San Marcos (IV, 26-29) la gracia no nos falta nunca. Si un campo, por malo que sea, puede convertirse en tierra fértil, con tal que asiduamente lo cultivemos, ¡con cuánta mayor razón sucederá esto con nuestro corazón! Trabajemos, pues, y preparemos la tierra de nuestro corazón; removámosla, labrémosla, y limpiémosla de malas hierbas y espinas.
El segundo motivo está en la preciosidad de la semilla. Esta es preciosísima en sí misma, a causa de su origen y de su naturaleza, puesto que es sobrenatural y divina. La creación entera con todas sus fuerzas naturales, es incapaz de producir un solo grado de gracia, ni tampoco de merecerlo. También es preciosa la semilla por su gran fertilidad y por la ganancia que nos puede producir. Por muy fértil que pueda ser un grano de trigo, sembrado en las mejores condiciones imaginables, es incomparablemente mayor la fertilidad de una gracia, la cual da frutos de infinito valor, a saber, la vida eterna. ¡Cuán grande y lamentable no será, pues, la desgracia de los que echan a perder tan preciosa semilla, por pasiones tan despreciables como la pereza, la inconstancia, la concupiscencia de la carne y las riquezas!
El tercer motivo está en el sembrador. El sembrador es Dios, el divino Salvador. ¡Cuánto le ha costado el comprar esta preciosa semilla, el traérnosla y sembrarla en nuestra alma! ¡Con cuánta liberalidad la esparce por el mundo y en nuestros corazones! ¡Con cuánto anhelo desea que produzca fruto en nosotros! Jamás, sembrador alguno ha deseado con tanto ardor recolectar fruto de su semilla como lo desea Jesús. Lo desea para nosotros, para la Iglesia docente, encargada de esparcir, en su nombre, la buena semilla; lo desea para la Iglesia entera, cuya riqueza, mérito, fuerza y amistad con Dios aumentan con una cosecha abundante recolectada en nuestros corazones; lo desea, finalmente, para sí mismo. El es el sembrador, el cultivador y el dueño de la semilla, del campo y de la cosecha.

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