A través de Jesucristo nos ha sido revelado el Evangelio, la Buena Nueva. Gracias a El sabemos no sólo que Dios existe, sino que es la Causa Primera de todo cuanto existe; sabemos quién es. Sabemos, por el testimonio de Jesucristo, entendido en su más amplio sentido, quién es Dios, y este testimonio abarca, desde sus inicios, la Revelación entera.
Por eso, ¿quién es Dios? Dios es el Creador, y en cuanto Creador es Señor de cuanto ha creado. Esta verdad, grabada a fuego en la conciencia humana, a través de la Revelación originaria; esta verdad, que preside al Antiguo Testamento, se enlaza, a través de Jesucristo –desde el principio hasta el fin-, con la nueva verdad de que Dios es Padre, de que es Padre.
Padre es aquel que da la vida: mi padre es aquel que me ha dado la vida, junto con mi madre.
Dios es Padre, da la vida. Me ha dado mi vida, ha dado todas las vidas humanas; hasta aquí es el Creador. Pero es que además ha dado –Él, Dios- su propia vida. Y mi pensamiento vuela hasta el Hijo eterno, que se hace hombre para que yo me convierta –hasta cierto grado- en algo como Él.
Padre es aquel que da la vida, y Dios es Padre y es también Redentor. El Hijo paga la paternidad de su Padre en cada uno de nosotros. En cierto sentido rescata la paternidad de su Padre para cada uno de nosotros. Nos introduce en esa realidad que se llama Dios.
Esta es la nueva dimensión, la plenitud de la Revelación, el Evangelio que se identifica con el testimonio de Jesucristo.
Cristo nos da a cada uno de nosotros su Espíritu, el Espíritu Santo, para poder exclamar con garantía interior: “¡Padre!”.
A esta exclamación de “¡Padre”! debe salirle al encuentro una inmensa garantía divina.
Fijaos cuántas personas, y no sólo de entre los cristianos, dicen: “¡Padre!” ¡Qué amplia es la acción de Cristo, que con el pensamiento y las palabras humanas ha establecido esta garantía divina!
Fuente: Ejercicios espirituales del Arzobispo K. Wojtyla, Cracovia, 1972.
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