miércoles, 17 de febrero de 2010

Miércoles de Ceniza.

Comienza la Cuaresma, tiempo de penitencia y de renovación interior para prepararse a la Pascua del Señor. La liturgia de la Iglesia nos invita sin cesar a purificar nuestra alma y a recomenzar de nuevo. (…) En el momento de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, el sacerdote nos recuerda las palabras del Génesis, después del pecado original: Memento homo, quia pulvis es… Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir.
Memento homo… Acuérdate… Y, sin embargo, a veces olvidamos que sin el Señor no somos nada. “De la grandeza del hombre no queda, sin Dios, más que ese montoncito de polvo, en un plato, a un extremo del altar, en este Miércoles de Ceniza, con el que la Iglesia nos marca en la frente como con nuestra propia substancia” (J. Leclerq, Siguiendo el año litúrgico.1957).
Quiere el Señor que nos despeguemos de las cosas de la tierra para volvernos a El, y que dejemos el pecado, que envejece y mata, y retornemos a la Fuente de la Vida y de la alegría. “Jesucristo mismo es la gracia más sublime de toda la Cuaresma. Es El mismo quien se presenta ante nosotros en la sencillez admirable del Evangelio” (Juan Pablo II, Homilía de Miércoles de Ceniza.1979).
Volver el corazón a Dios, convertirnos, significa estar dispuestos a poner todos los medios para vivir como El espera que vivamos, ser sinceros con nosotros mismos, no intentar servir a dos señores, amar a Dios con toda el alma y alejar de nuestra vida cualquier pecado deliberado. (…)
Jesús busca en nosotros un corazón contrito, conocedor de sus faltas y pecados y dispuesto a eliminarlos (…) El Señor desea un dolor sincero de los pecados, que se manifestará ante todo en la confesión sacramental, y también en pequeñas obras de mortificación y penitencia hechas por amor (…).
La verdadera conversión se manifiesta en la conducta. Los deseos de mejorar se han de expresar en nuestro trabajo o estudio, en el comportamiento con la familia, en las pequeñas mortificaciones ofrecidas al Señor, que hacen más grata la convivencia a nuestro alrededor y más eficaz el trabajo; y además en la preparación y cuidado de la confesión frecuente.
El Señor también nos pide hoy una mortificación un poco más especial, que ofrecemos con alegría: la abstinencia y el ayuno, que “fortifica el espíritu, mortificando la carne y su sensualidad; eleva el alma a Dios; abate la concupiscencia, dando fuerzas para vencer y amortiguar sus pasiones, y dispone al corazón para que no busque otra cosa distinta de agradar a Dios en todo” (San Francisco de Sales, Sermón sobre el ayuno).
Durante la Cuaresma, nos pide la Iglesia esas muestras de penitencia (…) que nos acercan al Señor y dan al alma una especial alegría; también, la limosna que, ofrecida con corazón misericordioso, desea llevar un poco de consuelo al que está pasando una necesidad o contribuir según nuestros medios en una obra apostólica para bien de las almas. (…)
No podemos dejar pasar este día sin fomentar en nuestra alma un deseo profundo y eficaz de volver una vez más, como el hijo pródigo, para estar más cerca del Señor. (…)
Ahora se nos presenta un tiempo en el cual este recomenzar de nuevo en Cristo va a estar sostenido por una particular gracia de Dios, propia del tiempo litúrgico que hemos comenzado. Por eso, el mensaje de la Cuaresma está lleno de alegría y de esperanza, aunque sea un mensaje de penitencia y mortificación.
(…)
“Tiempo para que cada uno se sienta urgido por Jesucristo. Para que los que alguna vez nos sentimos inclinados a aplazar esta decisión sepamos que ha llegado el momento. Para que los que tengan pesimismo, pensando que sus defectos no tienen remedio, sepan que ha llegado el momento. Comienza la Cuaresma; mirémosla como un tiempo de cambio y de esperanza”.
(García Dorronsoro, Tiempo para creer).

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