Entre los libros más notables de la espiritualidad monástica de Occidente es preciso señalar, sin duda alguna, la “Regla de Monjes” de san Benito, abad. Y puesto que la espiritualidad monástica tiene como fundamento el Evangelio, y este es la base de toda la vida cristiana, es natural que las enseñanzas del Padre de los monjes de Occidente sean relevantes para todo cristiano. Así se entendió en la antigüedad, cuando muchos laicos adherían a la espiritualidad benedictina por medio de la “oblación”, especie de ofrenda y compromiso de vivir según el magisterio del gran patriarca.
El capítulo 7º de la Regla de san Benito lleva como título: “Acerca de la humildad”, y luego de citar la palabra de Jesús que dice: “Todo aquel que se exalta, será humillado, y quien se humilla será exaltado” (Lc 14, 11), establece la famosa serie de los doce grados de la humildad. Los resumo aquí:
El primer grado de humildad consiste en tener siempre ante los ojos el temor de Dios, recordando lo que Dios ha mandado y teniendo presente que Dios en todo momento ve al hombre y sus actitudes.
El segundo grado consiste en no amar la propia voluntad, ni complacerse en satisfacer sus deseos, sino en hacer la voluntad de Dios.
El tercero es obedecer, por amor a Dios, a quien es autoridad.
El cuarto se ejercita cuando soportamos las adversidades que nos causa el prójimo, siendo pacientes cuando se nos hiere o se nos priva de lo propio, soportando a los falsos hermanos y bendiciendo a quienes nos maldicen.
El quinto es confesar al padre espiritual todo mal pensamiento y toda mala acción.
El sexto es estar contentos en todo lo adverso que nos suceda, juzgándolos malos, e indignos de recibir más.
El séptimo consiste en considerarse, no sólo de palabra sino en los hechos, como el más pequeño y despreciable de todos.
El octavo consiste en no hacer sino lo que es la regla común, o lo que han recomendado los mayores.
El noveno consiste en controlar la lengua y callar cuando no es necesario hablar.
El décimo es no dejarse llevar por la alegría superficial y chabacana.
El undécimo consiste en decir con moderación, con humildad y ponderación, con pocas palabras y razonables, lo que se vaya a decir.
El duodécimo se ejercita cuando la humildad no sólo se cultiva en el corazón, sino que también aparece ante quienes nos miran, de modo que en todas partes, teniendo un porte modesto, recordemos nuestros pecados, diciéndonos a nosotros mismos lo que decía el publicano, con los ojos fijos en la tierra: “Señor, yo, pecador, no soy digno de levantar los ojos al cielo” (Lc 18, 13).
Habiendo subido todos estos grados, el monje llegará –asegura san Benito- a aquella divina caridad que expulsa todo temor, y por medio de la cual todo lo que antes se cumplía con miedo llega a cumplirse por amor a Cristo, por buena costumbre y por el agrado de las virtudes.
A nuestra mentalidad “moderna” pudieran parecer sorprendentes estas enseñanzas de san Benito; pero los cinco mil santos que peregrinaron en este mundo observando la Regla del Patriarca acreditan que él tenía razón y que el camino que enseñó es seguro.
Fuente: Cardenal Jorge Medina Estévez: A la luz de la fe. Santiago: Ediciones de la Universidad Católica de Chile. 1990.
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