jueves, 24 de febrero de 2011

La Santísima Eucaristía llena su misión vivificante en la Iglesia de siete maneras diferentes.

Por la Santa Misa. En ella es el holocausto perpetuo que, en nombre de las criaturas, reconoce la grandeza y el poder, la soberana independencia de Dios; la víctima que expía las faltas del mundo y aplaca la justicia divina; la acción de gracias que alegra el corazón de Dios; la plegaria continua que atrae sobre nosotros nuevos favores.
Por la sagrada comunión. En ella es el alimento del alma: la restaura y la fortalece, es el remedio que restablece la salud y destruye la enfermedad; es el banquete que alegra; la mesa que reúne a la familia.
Por la presencia continua en el tabernáculo. En el tabernáculo es el Padre que aguarda, el amigo que consuela, el maestro que dirige. Allí Jesús es accesible a todos y a todas horas, acoge todas las almas, escucha a todos; a nadie despide sin esperanza.
Por la bendición del Santísimo. En ella, al atardecer; se muestra a las miradas a fin de animar después de las luchas del día, trae la paz para el descanso de la noche, bendice a fin de disponer para las luchas del día siguiente.
Por la exposición del Santísimo. En ella se muestra por su esplendor durante un día entero, recibe las adoraciones de las almas fieles, la reparación pública de los ultrajes que le han sido inferidos, derrama gracias más abundantes.
Por las procesiones solemnes. Es el triunfo de la Eucaristía. En ellas Jesucristo, rodeado de toda la pompa que el amor del hombre puede reunir, recorre las calles, como un rey recorre sus dominios, es aclamado y responde a estos homenajes con abundancia de luces.
Por el Viático. En él la Eucaristía es el lazo que une la vida y la muerte, el tiempo con la eternidad, los sufrimientos pasajeros con las alegrías inmortales.
Finalmente el Santísimo Sacramento explica la vida de la Iglesia. En efecto, si Jesucristo no estuviese con nosotros en la Eucaristía, su nombre despertaría ciertamente un recuerdo de grandeza y de bondad; su nombre sería siempre el de un Hombre-Dios, pero no haría ya conmoverse, no haría ya palpitar de afecto, no arrastraría al sacrificio, no sostendría sobre todo el entusiasmo que produciría la sagrada persona de Jesucristo. Sin la Eucaristía, el misionero no tendría fuerzas para abandonar su país, su familia, su madre llorosa; la Hermana de la Caridad no permanecería encerrada con el dolor, las llagas repugnantes y la muerte. Al uno y a la otra les faltaría una indemnización en cierto modo material; les faltaría, en el desierto y en el claustro, Jesús viviente, Jesús amante, Jesús que reemplazase todo lo que había dejado. Sin Eucaristía el alma no tendría consolador, ni luz, ni amor: sería huérfana.
(Msr. Sylvain, 1939)

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