“Sucede con el Reino lo que con un grano de mostaza. Cuando se siembra en la tierra es la más pequeña de todas las semillas” (Mc 4, 30). Con esta parábola se explicita la nueva aritmética del Reino. Nada es lo que parece. Todas las evidencias de los juicios terrenos pueden estar sujetas a error de apreciación. Los planes de Dios pueden, y deben, ser un perfecto contrasentido, sorprende y absurdo, si los juzgamos con criterios humanos. Sucede que, cuando Dios se mete en las especulaciones y en los proyectos humanos, todo queda pequeño y todo se ve desbordado por su longanimidad. Cuando los mortales ponemos en El nuestra confianza, aunque sea en un microscópico grado, lo imposible se hace más que realizable.
La constitución de la Iglesia y el ejercicio de su misión participan de este matemática divina. Sólo lo que el mundo considera necio, débil, vil, despreciable, insignificante, lo que no cuenta, es lo que Dios elige para llevar a cabo sus planes magníficos. La acción divina consagra el valor de lo diminuto, para que “nadie pueda presumir delante de Dios” (1 Cor 1, 29) y, en caso de tener que hacerlo, que sea en las propias flaquezas.
El más perfecto paradigma de esta contabilidad a lo divino es la encarnación del Hijo de Dios. “El siendo de condición divina, no consideró como pieza codiciable el ser igual a Dios. Al contrario, se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres. Y, en su condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 6-8).
La Iglesia, al prorrogar en el tiempo la misma misión de Cristo, no puede menos de tener siempre presente el modo de ser y de actuar de El. La Iglesia ha de ver en el Señor, Encarnado, Muerto y Resucitado, el vaciado de una escultura en el que ella debe derramar su energía entera para permitir que se obre la total identificación con El.
La parábola del grano de mostaza conduce a la Iglesia a tener siempre presente que ella, semilla diminuta, ni ha conseguido, con sus artes terrenas, dar identidad a su ser ni puede lograr que, contra toda lógica, su nimiedad progrese hacia la relevancia pública. Sólo es la potencia del Espíritu de Dios la que quiere crear de la nada a la comunidad de discípulos y a la que le concede la capacidad de crecimiento.
La obra evangelizadora de la Iglesia es la obra evangelizadora del Dios que hizo descender su aliento sobre Jesús de Nazaret, para que se lanzara a anunciar la buena noticia a los pobres y el Año de Gracia del Señor a todos. Por eso, la Iglesia, pequeña criada del Reino, insignificante simiente de mostaza, jamás deberá olvidar que nada será posible sin una absoluta confianza en Dios, que es quien hace brotar vergeles en la estepa.
La asistencia divina es la que permite al grano de mostaza crecer y crecer, hasta poder dar cobijo a los nidos de algunas aves. Esta ayuda nunca se alejará de la pequeña semilla, aunque dé la impresión de que el crecimiento se detiene o, aún más, de que lo que ocurre es la disminución.
La Iglesia jamás podrá hundirse en el pecado del desánimo y de la desesperanza. Habrá momentos en la historia en que todo parecerá derrumbarse en el seno de la Iglesia o en que dominará la impresión de que en nada se avanza hacia los objetivos de la expansión del Reino. Será sólo un espejismo.
La planta de la mostaza llega a crecer hasta conseguir que sus ramas, increíbles si pensamos en su origen, sean útiles a los pájaros que pretenden cobijarse y anidar a su sombra. Así es el Reino; así es la Iglesia.
El mundo entero, de diferentes modos, peregrina en búsqueda de la bondad, de la verdad y de la belleza. En ocasiones, este rastreo conducirá a errores lamentables; por el contrario, otras veces, sus investigaciones, en las que se han sembrado “semillas del Verbo”, llevarán a un mejor conocimiento de Dios, de las cosas y del mismo hombre.
Ante estas evidencias, la Iglesia, por una parte, deberá estar siempre disponible para ayudar, al ser humano y a las culturas que este genera, a que puedan encontrar, con facilidad y sin yerros, los caminos de Dios. Nadie de buena voluntad, cuando camina en busca de la verdad, debe quedar lejos de las ayudas de la comunidad de discípulos del Señor.
Que la Iglesia sea germen del Reino justifica que, a la manera como actúa el fermento, se haga factible que todas las cosas se vean transformadas, desde lo más hondo y esencial de su ser. Si “lo que el alma es en el cuerpo, eso han de ser los cristianos en el mundo” (Carta a Diogneto), la obra humilde de la comunidad cristiana consistirá en fecundar de Reino de Dios la historia. Con esta gravidez, se podrá conseguir que todo lo creado se transfigure progresivamente en la nueva realidad de criaturas renovadas en Cristo y mudadas en familia de Dios.
(Fuente: Las parábolas de la Iglesia, Antonio Trobajo, BAC. 2000).
No hay comentarios:
Publicar un comentario