Por cizaña entiende el Salvador los malos, es decir, los incrédulos, los herejes, los hipócritas, los pecadores ocultos (Mathh., XIII, 38). Les llama cizaña (lolium temulentum), planta que abunda en Palestina, la cual se parece tanto al trigo, que, hasta que llega a la madurez, es muy difícil distinguirla de este (Mathh., XIII, 26).
Esta clase de cizaña se encontrará siempre en la Iglesia; el Salvador la profetiza. Con esto quedan refutados los navacianos, los montanistas y sobre todo los donatistas, y en cierto sentido los fariseos.
Pero no todo lo invadirá en la Iglesia la cizaña. También esto se deduce claramente de la parábola (Mathh., XIII, 29, 30, 43). Con esto quedan refutados los protestantes, quienes afirman que, hasta su venida al mundo, la Iglesia toda había caído en el error, tanto en el dogma como en la moral.
La cizaña no viene de Dios ni de la Iglesia. Nace sí, en esta, pero no procede de ella. Su dogma y su moral pueden dar ocasión a que nazca la cizaña, pero no pueden ser su causa. El mal no viene de la observancia de los preceptos evangélicos y eclesiásticos; sino de la transgresión de los mismos. La Iglesia no ha reconocido jamás la cizaña como fruto propio, antes ha hecho siempre esfuerzos para impedir su nacimiento (Mathh., XIII, 28). De este modo queda también refutado el sistema protestante, según el cual todas las sectas deben ser toleradas en la Iglesia. A lo más, el mal puede atribuirse como causa coeficiente a la negligencia de los pastores de la Iglesia cuando se muestran negligentes.
El sembrador de la cizaña es siempre el enemigo, el demonio, mediante la inconstancia y la inclinación de los hombres al mal (Mathh., VIII, 25. 39). La expresión del Salvador: “Es el hombre enemigo quien ha sembrado la cizaña”, es, no pocas veces, una triste realidad. Por espíritu de venganza o de malevolencia, hay quienes arrojan al campo de otro, la cizaña, haciendo así imposible la cosecha de trigo, por espacio de algunos años. Las leyes romanas mismas tenían previsto este caso. Esto mismo hace también el espíritu maligno en el reino de Dios, en la Iglesia. El Salvador no siembra más que el bien, públicamente, y a costa de trabajos y fatigas; el enemigo siembra cizaña, de noche, por envidia y odio. El mal es, con frecuencia, más activo y diligente que el bien.
Dios no quiere la cizaña, detesta el mal; pero no se apresura a arrancarla, antes permite que crezca con la buena semilla. ¿Por qué? Primeramente, por respeto a la cizaña misma. El ha creado libres a los hombres y quiere dejarles la libertad. Por eso antes de suprimir la libertad, prefiere permitir los abusos de ella o el mal. Los malos, por otra parte, pueden convertirse, mientras viven, y nosotros no podemos jamás suponer que no se convertirán. En segundo lugar, Dios deja crecer la cizaña en obsequio al buen fruto, a los buenos; pues, a no ser por milagro, estos se verían envueltos en el castigo general, sufriendo justos con pecadores. Además, los buenos, conviviendo con los malos, pueden y deben progresar en la virtud, con el ejercicio de la paciencia, de la humildad y de la confianza en la divina Providencia. En tercer lugar, Dios muestra tanta longanimidad con los malos, a causa de sí mismo. Ni con su vida, ni con sus obras, pueden los malos hacer fracasar los planes de la divina Providencia, ni siquiera modificarlos. Hagan lo que hagan, los malos sólo pueden conseguir poner de relieve el bien con su propio contraste y servir al fin a los designios de Dios. Con esta coexistencia del bien y del mal se revelan más gloriosamente la sabiduría, la misericordia y el poder de Dios.
Esta parábola nos da la clave de todos los grandes problemas y de los escándalos que vemos en el mundo y en la Iglesia; nos da luz y consuelo en todas las calamidades públicas.
(R.P.M. Meschler, s.j., 1958).
Esta clase de cizaña se encontrará siempre en la Iglesia; el Salvador la profetiza. Con esto quedan refutados los navacianos, los montanistas y sobre todo los donatistas, y en cierto sentido los fariseos.
Pero no todo lo invadirá en la Iglesia la cizaña. También esto se deduce claramente de la parábola (Mathh., XIII, 29, 30, 43). Con esto quedan refutados los protestantes, quienes afirman que, hasta su venida al mundo, la Iglesia toda había caído en el error, tanto en el dogma como en la moral.
La cizaña no viene de Dios ni de la Iglesia. Nace sí, en esta, pero no procede de ella. Su dogma y su moral pueden dar ocasión a que nazca la cizaña, pero no pueden ser su causa. El mal no viene de la observancia de los preceptos evangélicos y eclesiásticos; sino de la transgresión de los mismos. La Iglesia no ha reconocido jamás la cizaña como fruto propio, antes ha hecho siempre esfuerzos para impedir su nacimiento (Mathh., XIII, 28). De este modo queda también refutado el sistema protestante, según el cual todas las sectas deben ser toleradas en la Iglesia. A lo más, el mal puede atribuirse como causa coeficiente a la negligencia de los pastores de la Iglesia cuando se muestran negligentes.
El sembrador de la cizaña es siempre el enemigo, el demonio, mediante la inconstancia y la inclinación de los hombres al mal (Mathh., VIII, 25. 39). La expresión del Salvador: “Es el hombre enemigo quien ha sembrado la cizaña”, es, no pocas veces, una triste realidad. Por espíritu de venganza o de malevolencia, hay quienes arrojan al campo de otro, la cizaña, haciendo así imposible la cosecha de trigo, por espacio de algunos años. Las leyes romanas mismas tenían previsto este caso. Esto mismo hace también el espíritu maligno en el reino de Dios, en la Iglesia. El Salvador no siembra más que el bien, públicamente, y a costa de trabajos y fatigas; el enemigo siembra cizaña, de noche, por envidia y odio. El mal es, con frecuencia, más activo y diligente que el bien.
Dios no quiere la cizaña, detesta el mal; pero no se apresura a arrancarla, antes permite que crezca con la buena semilla. ¿Por qué? Primeramente, por respeto a la cizaña misma. El ha creado libres a los hombres y quiere dejarles la libertad. Por eso antes de suprimir la libertad, prefiere permitir los abusos de ella o el mal. Los malos, por otra parte, pueden convertirse, mientras viven, y nosotros no podemos jamás suponer que no se convertirán. En segundo lugar, Dios deja crecer la cizaña en obsequio al buen fruto, a los buenos; pues, a no ser por milagro, estos se verían envueltos en el castigo general, sufriendo justos con pecadores. Además, los buenos, conviviendo con los malos, pueden y deben progresar en la virtud, con el ejercicio de la paciencia, de la humildad y de la confianza en la divina Providencia. En tercer lugar, Dios muestra tanta longanimidad con los malos, a causa de sí mismo. Ni con su vida, ni con sus obras, pueden los malos hacer fracasar los planes de la divina Providencia, ni siquiera modificarlos. Hagan lo que hagan, los malos sólo pueden conseguir poner de relieve el bien con su propio contraste y servir al fin a los designios de Dios. Con esta coexistencia del bien y del mal se revelan más gloriosamente la sabiduría, la misericordia y el poder de Dios.
Esta parábola nos da la clave de todos los grandes problemas y de los escándalos que vemos en el mundo y en la Iglesia; nos da luz y consuelo en todas las calamidades públicas.
(R.P.M. Meschler, s.j., 1958).
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