martes, 22 de febrero de 2011

El Santísimo Sacramento del altar y la vida de la Iglesia.

El Santísimo Sacramento del altar es para la Iglesia, lo que alma para el cuerpo humano. La sostiene, la anima, la preserva de corrupción, le da su fuerza de acción, hace de ella una sociedad aparte entre todas las sociedades.
La Sagrada Eucaristía es en la Iglesia lo que el aire en la creación entera. El aire se difunde por todas las partes, lo colorea todo, es el lazo de comunicación de los seres entre sí, los cuales lo reciben a cada instante en su pecho y de él viven. Jesús Sacramentado está en todas partes: su influencia se deja sentir por doquiera; su creencia resume todas las creencias reveladas; en la práctica de los deberes que El reclama hace, El sólo, ligero y dulce el yugo de su moral; su culto es, por sí solo, todo el culto católico: jerarquía eclesiástica, monasterios, templos, capillas, altares. La Iglesia entera en una palabra, desde el Papa al simple fiel, descansa sobre el dogma eucarístico.
La Santísima Eucaristía es en la Iglesia lo que el amor maternal en el corazón de una madre. Este amor no puede permanecer oculto, tiene necesidad de mostrarse, de darse, de derramarse en beneficios. La Santísima Eucaristía es el amor de Dios en acción, y hace sentir alguna vez este amor con tanta energía y, a la vez, con tanta suavidad, que si fuesen continuos los momentos en que el alma está de esta suerte penetrada, no estaríamos en la tierra, sino en el cielo. La madre lo es todo para el niño, la Eucaristía lo es todo para el alma que va a ella como el niño se dirige a su madre. De Jesús Hostia, como del corazón de la madre, salen estas palabras: “Venid a mí todos los que sufrís, los que estáis agobiados por el trabajo, y yo os aliviaré”. Mas lo que la madre no puede muchas veces, Jesús Eucaristía sí.
La Santísima Eucaristía llena su misión vivificante en la Iglesia de siete maneras diferentes:
Por la Santa Misa. En ella es el holocausto perpetuo que, en nombre de las criaturas, reconoce la grandeza y el poder, la soberana independencia de Dios; la víctima que expía las faltas del mundo y aplaca la justicia divina; la acción de gracias que alegra el corazón de Dios; la plegaria continua que atrae sobre nosotros nuevos favores.
Por la sagrada comunión. En ella es el alimento del alma: la restaura y la fortalece, es el remedio que restablece la salud y destruye la enfermedad; es el banquete que alegra; la mesa que reúne a la familia.
Por la presencia continua en el tabernáculo. En el tabernáculo es el Padre que aguarda, el amigo que consuela, el maestro que dirige. Allí Jesús es accesible a todos y a todas horas, acoge todas las almas, escucha a todos; a nadie despide sin esperanza. (Msr. Sylvain, 1939).

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