"In illo témpore: Assúmpsit Jesus Petrum et Jacóbum, et Joánnem fratrem ejus, et duxit illos in montem excélsum seórsum: et transfigurátus est ante eos. El resplénduit fácies ejus sicut sol, vestiménta autem ejus, facta sunt alba sicut nix…” (En aquel tiempo: Tomó Jesús consigo a Pedro y a Santiago y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y allí se transfiguró en su presencia, resplandeciendo su rostro como el sol, y quedando sus vestiduras blancas como la nieve). Sequéntia sancti Evangélii secúndum Matthaeum 17, 1-9.
“Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto y se transfiguró ante ellos… En esto se les aparecieron Moisés y Elías hablando con El. Esta visión produjo en los Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la expresa con estas palabras: Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres haré aquí tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaba tan contento que ni siquiera pensaba en sí mismo, ni en Santiago y Juan que le acompañaban. San Marcos, que recoge la catequesis del mismo San Pedro, añade que no sabía lo que decía. Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la nube dijo: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias: escuchadle.
“El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor fueron sin duda de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de la vida de los tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el final de sus días. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que ellos, los Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto, El fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con El en el monte santo. El Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la vida. “La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso prestar fe absoluta y obediencia total” (Servus Dei Joannes Paulus II), al que debemos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra.
“¿Qué será el cielo que nos espera, donde contemplaremos si somos fieles a Cristo glorioso, no en un instante, sino en una eternidad sin fin? “Dios mío: ¿cuándo te querré a Ti, por Ti? Aunque bien mirado, Señor, desear el premio perdurable es desearte a Ti, que Te das como recompensa” (S. Josephmariae Escrivá).
“Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso, al final del camino”.
Fuente: Francisco Fernández Carvajal: Hablar con Dios, Tomo VII, Madrid, Ediciones Palabra, 1987.
“Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto y se transfiguró ante ellos… En esto se les aparecieron Moisés y Elías hablando con El. Esta visión produjo en los Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la expresa con estas palabras: Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres haré aquí tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaba tan contento que ni siquiera pensaba en sí mismo, ni en Santiago y Juan que le acompañaban. San Marcos, que recoge la catequesis del mismo San Pedro, añade que no sabía lo que decía. Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la nube dijo: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias: escuchadle.
“El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor fueron sin duda de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de la vida de los tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el final de sus días. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que ellos, los Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto, El fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con El en el monte santo. El Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la vida. “La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso prestar fe absoluta y obediencia total” (Servus Dei Joannes Paulus II), al que debemos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra.
“¿Qué será el cielo que nos espera, donde contemplaremos si somos fieles a Cristo glorioso, no en un instante, sino en una eternidad sin fin? “Dios mío: ¿cuándo te querré a Ti, por Ti? Aunque bien mirado, Señor, desear el premio perdurable es desearte a Ti, que Te das como recompensa” (S. Josephmariae Escrivá).
“Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso, al final del camino”.
Fuente: Francisco Fernández Carvajal: Hablar con Dios, Tomo VII, Madrid, Ediciones Palabra, 1987.
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