viernes, 20 de agosto de 2010

Profunda humildad.

El penitente ha de reconocer rendidamente sus miserias, y ha de empezar a repararlas aceptando voluntariamente la propia abyección ante los ojos del confesor. De ahí que cometen una grave torpeza y equivocación las personas que, al caer en una falta humillante, buscan otro confesor para que el propio y ordinario no sospeche nada ni pierdan prestigio ante él. Es imposible que con este proceder tan humano e imperfecto reporten el debido fruto de la absolución sacramental (aunque su confesión sea, no obstante, válida y lícita con cualquier confesor). Esas almas conservan todavía muy arraigada el amor propio y andan muy lejos de la verdadera humildad de corazón.
Muy al contrario obran los que desean santificarse de veras. Sin faltar a la verdad, exagerando voluntariamente la calidad o el número de sus pecados –lo que sería un gran error y hasta una verdadera profanación del sacramento-, procuran acusarse de ellos de la manera más clara y humillante posible. No solamente no los van “coloreando por que no parezcan tan malos, lo cual más es irse a excusar que a acusar” –como lamenta San Juan de la Cruz de ciertos principiantes-, sino “más gana tienen de decir sus faltas y pecados, o que los entiendan, que no sus virtudes; y así se inclinan más a tratar su alma con quien en menos tiene sus cosas y su espíritu”. Sin estos sentimientos de profunda y sincera humildad, apenas se puede conseguir verdadero fruto de la confesión sacramental en orden al crecimiento o desarrollo de la gracia hacia la perfección cristiana. (A. Royo Marín).

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