Se comprende fácilmente que la acción de gracias después de comulgar tenga una eficacia santificadora extraordinaria. Los momentos que siguen a la recepción de la Eucaristía son los más preciosos de la jornada diaria del cristiano. Hay que aprovechar la presencia augusta de Nuestro Señor en nuestra alma para pedirle ardientemente que nos lleve hasta la plenitud de la gracia a que nos tenga predestinados, con el fin de glorificar a la Trinidad Beatísima con todas nuestras fuerzas y ayudarle a salvar el mayor número posible de almas redimidas con su preciosísima sangre.
Hemos de olvidarnos de nuestros propios intereses –ya cuidará El de ellos, como le dio a Santa Teresa-, para no pensar más que en los intereses de Jesucristo (cf. Flp 2, 21). Nuestra conversación entrañable con el Señor ha de estar llena de sentimientos de adoración, reparación, petición y acción de gracias –que son los cuatro fines del santo sacrificio de la misa- y ha de caracterizarse con un amor ardiente hacia El y una confianza ilimitada en su infinita bondad y misericordia.
Hay que prolongar la acción de gracias hasta el límite máximo que nos permitan las obligaciones propias de nuestro estado. Es una suerte de irreverencia e indelicadeza para con el divino Huésped tomar la iniciativa de terminar cuanto antes la visita que se ha dignado hacernos. Con las personas del mundo que nos merecen algún respeto no obramos así, sino que esperamos a que den ellas por terminada la entrevista. El Señor prolonga su permanencia eucarística en nuestras almas todo el tiempo que permanecen sin alterarse sustancialmente las especies sacramentales: alrededor de un cuarto de hora o algo más en personas normales. Permanezcamos al menos todo este tiempo a los pies del Maestro recibiendo con amor su influencia santificadora. Sólo en circunstancias extraordinarias –un trabajo o necesidad urgente- preferiremos acortar la acción de gracias antes que prescindir de la comunión, suplicando entonces al Señor que supla con su bondad y misericordia el tiempo que aquel día no le podemos dar.
Es intolerable la costumbre de ciertas personas de salirse de la iglesia casi inmediatamente después de comulgar, renunciando en absoluto a toda clase de acción de gracias. Gran irreverencia hacia el Señor, a quien no se dignan escuchar ni siquiera por unos momentos.
Hemos de olvidarnos de nuestros propios intereses –ya cuidará El de ellos, como le dio a Santa Teresa-, para no pensar más que en los intereses de Jesucristo (cf. Flp 2, 21). Nuestra conversación entrañable con el Señor ha de estar llena de sentimientos de adoración, reparación, petición y acción de gracias –que son los cuatro fines del santo sacrificio de la misa- y ha de caracterizarse con un amor ardiente hacia El y una confianza ilimitada en su infinita bondad y misericordia.
Hay que prolongar la acción de gracias hasta el límite máximo que nos permitan las obligaciones propias de nuestro estado. Es una suerte de irreverencia e indelicadeza para con el divino Huésped tomar la iniciativa de terminar cuanto antes la visita que se ha dignado hacernos. Con las personas del mundo que nos merecen algún respeto no obramos así, sino que esperamos a que den ellas por terminada la entrevista. El Señor prolonga su permanencia eucarística en nuestras almas todo el tiempo que permanecen sin alterarse sustancialmente las especies sacramentales: alrededor de un cuarto de hora o algo más en personas normales. Permanezcamos al menos todo este tiempo a los pies del Maestro recibiendo con amor su influencia santificadora. Sólo en circunstancias extraordinarias –un trabajo o necesidad urgente- preferiremos acortar la acción de gracias antes que prescindir de la comunión, suplicando entonces al Señor que supla con su bondad y misericordia el tiempo que aquel día no le podemos dar.
Es intolerable la costumbre de ciertas personas de salirse de la iglesia casi inmediatamente después de comulgar, renunciando en absoluto a toda clase de acción de gracias. Gran irreverencia hacia el Señor, a quien no se dignan escuchar ni siquiera por unos momentos.
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